martes, 19 de enero de 2010

¿Viajero perpetuo?


La última y definitiva entrega de esta Experiencia panamericana pequeñita ha tardado más de lo imaginable en salir. Casi un mes ha pasado desde mi vuelta, mientras al relato aún le faltaba un final. El balance comparativo desde la rutina habitual, que podría (por el tiempo transcurrido) mitificar o desdibujar el periplo. No han sido, desde luego, semanas propicias para la distancia. Si no me he puesto a escribir es por la dificultad de explicar mis sensaciones. No me ha sucedido como a John, compañero en Atacama, que, apenas llegado a Estados Unidos, siente la vivencia muy atrás. Yo no. En mí está latente y provocando una pulsión acuciante. Es hora de pasar página, lo sé, pero esto no debe significar ni olvido ni pasado.
Hay quien lo llama Síndrome posvacacional. Te lo pasaste tan bien que, cuando debes adaptarte a la cotidianeidad, no la soportas. Tanta banalidad, tan poco estímulo real, no predeterminado, porque en este entorno ya sabes lo que va a pasar. Cómo actuará todo el mundo, tú el primero. Podrían diagnosticarme ese trastorno. Lo aceptaría. Pero para mí no fueron "vacaciones" lo disfrutado en la ruta, fue más que eso. No saber, por ejemplo, qué ocurriría un instante después o tus reacciones ante cualquier acontecimiento. Muchas veces con un resultado revelador. Facetas inexploradas de mi personalidad aparecieron, de hecho, enterradas entre toneladas de formalismos sociales, que sólo se perciben cambiando el contexto. Me rebelo contra la vida diseñada de antemano, donde se pretende controlar cualquier suceso, cualquier comportamiento.
Todavía conservo rastros del viaje. Quizá implique que no haya aceptado su terminación. O puede que lo contrario, que esté preparado para el siguiente. Utilizaré algunas notas en esta entrada apuntadas en mi Bloc de Notas-Bloco de Apontamentos, fiel acompañante. Tiene mi nombre escrito en un recuadro. También recortes de prensa. Cuando aún estaba en Buenos Aires, en las vísperas de mi regreso, me pregunté cuál sería mi huella dejada en la ruta. Ni idea. Expongo, sin embargo, la de otros.
Por accidente, al pasarme por un rato de la litera inferior que ocupaba a la superior, vacía, para tener luz suficiente para leer, vi sobre un armario señales del paso de otros huéspedes. Presumo que mochileros. Esto fue lo que encontré:
-Un alfajor o dulce típico argentino.
-Un folleto con las mejores opciones para un mochilero en Chile: "Backpacker's Best of Chile 2008/2009. Bed&Breakfast&Activities".
-Un Mapa de las Artes de Buenos Aires, con los lugares y eventos dignos de visitar.
-Número 7 del periódico bimensual para viajeros auto-orientados The Nose, de noviembre-diciembre de 2009.
-Dos números del periódico trimestral The Traveller's Guru, correspondientes a enero y abril de 2009.
-La caja de una prenda acuática (presumiblemente un bañador) de la talla 43-44.
-Un sobre de té.
Obviamente, viendo la fecha de las publicaciones y los productos abandonados, la conclusión inmediata es que no habían limpiado mucho últimamente en aquel cuarto. La segunda es que, además de por comer y vestirse, el mochilero (al menos el anglosajón) se preocupa también por encontrar referencias para elegir sus mejores opciones en la ruta. Y tiene, francamente, bastantes a su disposición. Curioseo entre los restos. En The Nose hay un artículo en la página 5 que moviliza mi atención. Traduzco su título: "Planes perpetuos, sólo para mortales. Preguntas más recurrentes sobre el turista permanente". Lo acabo de repasar. Una inspiración.
En las conversaciones mantenidas con amigos y familiares tras mi peregrinaje, he escuchado reiteradamente el comentario de que estoy "ausente". Es decir, que, aunque físicamente me encuentro aquí, mi cabeza está en otro lado. Seguramente ya lo supiera, pero a veces es necesario oírlo en boca de otros. Esta afirmación me ha llevado inconscientemente a justificarme ante ese veredicto que, en cierta medida, me exige tomar tierra ya. ¿Acaso la experiencia panamericana no podría convertirse en un faro de mis movimientos futuros, lo entienda quien lo entienda? No tengo ningún lazo atado a un sitio que me impida hacer de mi vida un continuo viaje. Y no lo digo en sentido metafórico. Cuando lo cuento, las mentes racionales me inquieren sobre mis ahorros o mi fórmula para la supervivencia. Asunto crucial, sin duda, para lo que me sirve de referencia la citada The Nose.
Resulta que un tal W. G. Hill escribió en la década de los 90 un libro titulado PT-The Perpetual Tourist. Para muchos lectores un texto para pasar página. Siguiendo su doctrina vendieron coche y casa, dejaron el trabajo (por muy estable y antiguo que fuera) y se fueron a ver mundo. La tesis principal que defiende W. G. Hill es la de que uno se puede plantear ganar la vida independientemente del lugar de residencia. De ese modo, tener movilidad y aprovechar las ventajas del cosmopolitismo. En el blog www.perpetual-traveller.blogspot.com se extienden con mayor detenimiento. De hecho, lo han convertido en bandera. Es llamativo saber que su vía de ingresos proviene de jugar al póker en internet. Según manifiestan, para ser "viajero perpetuo" se requiere lo siguiente:
-No tener hipotecas y sí unos fondos de un mínimo de 50.000$ estadounidenses.
-Pasaporte, tarjetas de crédito y carnet de conducir domiciliados en la dirección de algún familiar.
-Una cuenta de cajero automático global, como Neteller.com.
-Ordenador portátil y accesorios.
-Mochila de 50 litros.
El Viajero Perpetuo del blog homónimo lleva desde 2006 aplicando ese credo. La clave es mantener sus gastos a un máximo de 40$ estadounidenses al día. Cumplo los requisitos casi al completo, y los que no también puedo conseguirlos. Es un buen principio para "tomar tierra". Sin embargo, como fuente de inspiración tiene lagunas. El planteamiento general de la figura del viajero perpetuo es la de evadir impuestos. Es decir, la de saltar de país en país para tributar lo menos posible a Hacienda, aprovechando las ventajas de la tecnología. No es mi propósito, aunque ahí queda la vía económica, pendiente de revisión en mi hipotético proyecto.
Nos hemos acostumbrado a nuestra condición sedentaria: estar enraizados, como un árbol, al mismo sitio. Y con la vigencia del concepto de familia, no ya individualmente, sino de generación en generación. Como el cultivo que, por repetición, agota los recursos de un terreno. No. Nuestra condición natural es la ser nómadas. Arrastrados por la tierra, el aire, el fuego o el agua hasta recabar en una próxima escala. Quizá cuando uno haya recorrido por completo el planeta pueda detenerse. Y mirar el rastro dejado. La memoria de las personas, las cosas y los momentos. De ocurrir será al final de una vida. Plena e intensa. ¿Entonces? ¡A mover el culo! Sirva de muestra el vídeo: el bamboleo de un tango en la Milonga de San Telmo, entre un viejo y una joven, que no cesaron en toda la noche de acompasar sus cuerpos al ritmo de la música.

lunes, 28 de diciembre de 2009

Premdevi

Ya estoy en casa, pero echo de menos el periplo. En estos primeros días de vuelta la sensación que tengo es, en contraste con los dos meses anteriores, de estancamiento. En la ruta todo fluía, nada se detenía, ni siquiera por voluntad propia. Antonio ha dicho con acierto que el trayecto físico y el psicológico tienen ritmos diferentes de adaptación. He dormido más de lo que recordaba, puede que fuera una obligación fisiológica por el jet-lag o el sueño viejo, aunque mi cuerpo aún no reacciona. A este estado también contribuyen las navidades, siempre tan aletargadoras. De repente, estando aquí, surgen los compromisos y los asuntos pendientes. Sin ánimo de ser exagerado, encuentro que ya no soy propietario de mi tiempo. Como si las relaciones estuvieran predeterminadas y me viera forzado a atender, bajo la amenaza de expulsión de la sociedad, una agenda organizada por otros. En la comunidad de los mochileros los lazos son, por definición, inestables. Y las obligaciones se resumen en una sola. Al final, cada cual seguirá su camino. Ésa es la única aceptada universalmente.

Precisamente, en las últimas jornadas en Buenos Aires, cuando mi rumbo me traía de vuelta, traté con varias personas sabiendo que no serían vínculos duraderos. Más por curiosidad que por necesidad. Como un observador, más que como un viajero. El venezolano de 20 años Alejandro resultó un hallazgo. Mi primer recuerdo de él le sitúa en lo alto de la estrecha y empinada escalera, justo delante de la habitación, sentado en posición de yoga, con los pies colgados cuatro escalones por debajo y con los ojos abiertos. Era de noche y supuse que estaba en trance. Por el alcohol o las drogas. Quizá estaba haciendo algún ejercicio de respiración para recobrar la conciencia. Me moví a su lado en varias direcciones, pero no pareció inmutarse. Su pelo rizado al margen de cualquier corte armónico, su barba y las gafas que amplificaban su mirada al vacío, lo hacían parecer habitante de una galaxia remota.

A la mañana siguiente, sin embargo, descubrí que había ocupado el mismo dormi que yo. El cuarto tenía 4 literas y la suya, superior, estaba en línea recta con la mía, inferior. Me desperté y fue lo primero que vi. En postura de flor de loto, como unas horas antes. Dado que el techo de la habitación era alto, su porte me pareció mayestático. Como una estatua. Ratifiqué la impresión de que tenía ante mí a un hombre espiritual cuando se bajó de la cama. En vez de utilizar la escalera habilitada en la estructura del mueble, lo habitual para esa distancia al suelo, dio un salto. No fue especialmente estrepitoso, ni siquiera en sus lamentos, supongo que estaba respetando el descanso ajeno. Allí se quedó, levantando los pies como si el piso quemara.

Su vecina de litera, uruguaya, lo convenció horas después para que la acompañara a comprarse un vestido. Era su solución para el calor reinante. Alejandro no estaba muy por la labor, ir al centro, con sus ruídos y multitudes. Él pensaba más bien en un espacio al aire libre, con vegetación, donde poder llenarse de energía y practicar con las bolas. Cuatro al mismo tiempo, según pude comprobar accidentalmente. Se fueron juntos. Por la tarde ella lucía su adquisición, mientras él se lamentaba con discreción por haber perdido el día. Empezaba a convertirme en su confidente, porque criticó a la chica por emplear armas de mujer. "Cuando se lo hice ver, lo negó", comentaba. Nos detuvimos en la descripción del aspecto y el comportamiento de la uruguaya. Ella se fue, regresó a Montevideo, para darse un baño en la Playa de Pocitos, dado que "es verano y dónde mejor si no". Pero su figura fue reemplazada con otra aparición. Divina.

Alejandro es estudiante en Caracas. Aunque le falta poco para terminar una carrera llamada Artes Liberales, los fundamentos de tal titulación (basados en la política y la economía y algo en la cultura clásica occidental) le han incomodado hasta tal punto que se ha matriculado en Filosofía. Es su manera de contrarrestar la lógica de un aprendizaje hecho por y para el dinero. Del mismo modo, salir del hogar familiar le ha parecido un requisito de crecimiento personal, por lo que se ha fijado en Buenos Aires como posible destino. Es el menor de cinco hermanos, tres de la relación anterior de su padre, uno de la de su madre. El único descendiente directo de la pareja es él. De su exploración a una de las sedes de la Universidad estatal (UBA), ha vuelto decepcionado, por "tanto edificio y tan poco verde". Además, la ciudad tiene demasiado ajetreo, "tanta gente yéndose y viniendo". Le he hecho ver que sus conclusiones urbanas no podían salir de su estancia en el hostal. Necesita desesperadamente una señal que le convenza de que éste es el sitio al que volver después de sus vacaciones.

Durante el desayuno, en el que uno que va solo ocupa provocadoramente cualquier puesto amparándose en una regla no escrita de esta colectividad (todo se comparte, salvo aviso específico), pido permiso a Alejandro para sentarme en su mesa. Está acompañado. Me presenta a Marta, una mujer atractiva, inglesa de origen griego y polaco. Por parte de padre y madre, respectivamente. En los últimos 6 ó 7 años ha vivido en Grecia de ser profesora de idiomas. De hecho, al indicarle que no tiene acento de Manchester, responde que se ha acostumbrado a modular su habla de acuerdo a su interlocutor. Me susurra. No sé qué clase de alumno debo ser yo. Alejandro contribuye a este ambiente de misterio, ya que pronuncia un nombre, el alias espiritual de Marta, Premdevi. Es aún temprano, porque no entiendo nada.

Marta sólo ha dormido una noche en el hostel, pero, a pesar de que continuará en Capital Federal, se cambia a otro alojamiento más "movido". Recuerdo sus últimas palabras: está "abierta a cualquier experiencia, dispuesta a detenerse por cualquier motivo, temporal o permanentemente, por un trabajo, una dedicación o una persona". Suena como una declaración. Añádele una música mientras la ves marcharse en un taxi.

Alejandro y yo intercambiamos nuestras opiniones sobre ella. Sobre la estela que ha dejado tras su paso. El venezolano reconoce que tiene su correo electrónico y su tarjeta de visita. La más extraña que he visto en mi vida. Por una cara un corazón rojo, casi un icono de religiosidad ensangrentada; por la otra, una fotografía muy cuidada de su rostro de perfil. Y su dirección de internet, premdevi@, etcétera. ¿Para qué sirva una tarjeta así? ¿Será maestra de yoga?

El indio, de India, huésped de larga estancia del hostal, nos aclara el significado en hindi de Premdevi: "diosa del amor". ¿Con qué propósito se pondría una mujer este mote, mientras luce su mejor imagen en una tarjeta de visita? El indio, de India, no tiene dudas. Es prostituta. Nos quedamos pensándolo. Avanzada la noche, sin haber encontrado una clave para resolver el enigma, Alejandro y yo nos multiplicamos en google. Los portales, los foros, que se nos ocurren. Pero fracasamos en nuestro intento. Afortunadamente, el colega caraqueño no ha podido resistirse y le ha escrito. Con la cortés réplica de Marta también hemos sabido su apellido.

La historia de Alejandro queda ahí. Nuestro camino se bifurcó. A diferencia de lo ocurrido en otras ocasiones, no hago ademán de pedir la dirección de correo electrónico, así que no va a haber posteriores intercambios. Le deseo un feliz aterrizaje en cualquiera de los mundos a los que vaya. Me quedo, sin embargo, con algo suyo. Persisto en las pesquisas sobre Premdevi. Un misterio por resolver para tomar tierra en el mundo de siempre. O la fuerza del viaje, lo desconocido, que aún me llama. En Facebook o, como traduce Artemi, Caralibro, doy con ella. No acierto a resolver el enigma de su sobrenombre. Quizá sólo sea vanidad. Llamarse a una misma "diosa" y del "amor". Una redundancia para fijar la atención sobre su belleza y su capacidad de atracción. O su herramienta para, entre la incertidumbre de un nuevo rumbo en su vida, agarrarse a algo, mientras atisba el horizonte. En las últimas semanas ha estado haciendo amigos. Amigos de Facebook, lo que quiera que eso signifique. Fotos y diálogos de chat. No pienso que en ese contexto hayan sido ni el amor ni la belleza los motores de sus encuentros. Más bien, su condición equivalente de mochilera. De hecho, puede que esa autoconfiguración mítica le sobre si realmente quiere sacar una experiencia reveladora de su periplo.

Ya estoy de vuelta. ¿Qué he sacado yo? Pienso en quién más podría interesarme indagar en Facebook. Automáticamente me viene el nombre de la arquitecta australiana. Está.

Todavía falta una última entrega. Espero escribirla pronto.

martes, 22 de diciembre de 2009

AR 1132

Esta noche vuelvo a casa. Con el cambio de huso horario y los dos aviones, a Madrid, y de ahí, a Gran Canaria, tardaré como un día en llegar. El blog, sin embargo, no termina aún. Me faltan dos entradas más por publicar. Entonces sí creo que el relato estará completo. Estas últimas seis jornadas en Buenos Aires han sido extrañas. Para empezar, mis amigos Euge, Carola y Jorge se marcharon a Venezuela de vacaciones veraniegas y sólo alcanzamos a despedirnos la víspera de su partida. Mi primera estancia en Capital Federal estuvo guiada por ellos, así que he sentido que la ciudad era otra. No obstante, es cierto que me he encontrado con Santiago (el protagonista de "Fuego" y "Asado") y con algunas otras personas.
Fundamentalmente, me debo referir a Manuel Palacio y a su mujer, Suzanne. Mi jefe en la universidad Carlos III ha pasado unas semanas en una estancia investigadora aquí. Ha sido curioso descubrir el efecto de ver una cara cotidiana en un lugar que no lo es. Al menos no en un sentido práctico, que, para mí, se traduce en saber a donde llevan las calles. Andar consultando el mapa es justo lo contrario. De la mano de Manuel, y por su interés académico, visité la ex ESMA (o Escuela Superior de Mecánica de la Armada), el peor centro de detención y tortura de los "desaparecidos" por las Juntas Militares en los 70 y 80. No es un sitio de peregrinaje de turistas, aunque sin duda esta lleno de Historia.
También contacté con Babsi y Christa, austriacas ambas, residentes en Buenos Aires desde hace 3 años y 1 año, respectivamente. Son amigas de Guido y Hugo, de cuando estudiaron en Madrid. Sólo las recuerdo de un encuentro, pero me hacía ilusión dar con ellas. Para hacerme una idea de cómo iban sus vidas. Precisamente, Babsi estrenaba un corto documental titulado Villa Freud que trataba de esto. Su argumento traza un recorrido personal, desde su decisión de dejar Viena buscando nuevos estímulos, hasta su sorpresa por descubrir la influencia de un paisano suyo, Sigmund el psicoanalista, en la sociedad porteña. En su trabajo hay una indagación sobre sí misma y los signos que su bagaje le permite interpretar. Con Christa tuve una conversación un poco más larga, que se resume en la idea de que el espíritu de Buenos Aires es valioso cuando se está en un proceso de autoindagación. En cierta manera las considero viajeras también.
No pude coincidir con Susan, la suiza de Iruya, por sus compromisos, ni con Maider, la donostiarra de mi primera etapa en Buenos Aires e Iguazú, por continuar en la ruta. Habrá que esperar a otra mejor ocasión.
Mi medido extrañamiento en esta segunda etapa se ha visto potenciado porque decidí alojarme en un barrio diferente. Al principio fue Palermo, mientras que ahora ha sido San Telmo. Elección premeditada bajo el propósito de agotar mi experiencia panamericana. Sin embargo, las referencias anteriores no me han servido de mucho y, como el periplo estaba casi en su fin, me ha dado mucha pereza moverme. Lo he hecho, pero a un ritmo pausado. El propio hostel ha resultado ser un centro interesante para esta fase postrera. Podría calificarlo de cementerio de elefantes. Donde se viene a morir como pasajero de la carretera. Tu turno se acerca cuando asistes a la despedida de la israelí que andaba sola (y que se ofendió al comentárselo, "estoy harta de que me lo digan"). O de la profesora de yoga sudafricana, que expresa sus ganas de volver después de un año. Y al consultarle por lo que haría al llegar, entiende la pregunta en clave definitiva, como si le estuviera interrogando por el resto de su vida (no era mi intención), soltando un suspiro. Tras un año en suspenso tendrá que tomar decisiones.
Sí, este hostel no es para los que siguen en curso. No se puede negar su comodidad y su relación calidad-precio, pero le falta un poco más de trasiego. Es pequeño y cuando se viaja solo se necesita que el entorno te favorezca contactar con gente. No es el caso. Dos chicas distintas lo dejaron por este motivo. Cuestión de supervivencia.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Asado










A Santiago, colega de profesión, lo conocí en el hostel de Iguazú. Es natural de la provincia de Buenos Aires, pero vive casi pegado a Capital Federal, en la municipalidad de Vicente López. Su casa en el barrio de Olivos debía ser una parada obligada antes de mi regreso. Cuando nos conocimos mostró sus habilidades como asador, preparando carne de cebú. Es un hombre de palabra y ha cumplido su promesa, realizada entonces. Ha vuelto a enseñar su maestría. Esta vez le he acompañado en todo el proceso. Como una experiencia más de mi viaje. Fuimos a su supermercado habitual a proveernos de la vianda, pero el carnicero tenía poco que ofrecer. Se disculpaba por haber vendido recientemente piezas para una celebración de 400 personas. Ya en un centro comercial, adquirimos costillar y matambre. No había probabo la última, que se dobla mientras está en la parrilla, para protegerla. No me va a gustar la carne de cualquier manera, a partir de ahora. Para los argentinos hacer un asado es tan común que sólo bastó unas llamadas para que varios amigos de Santiago se sumaran a la improvisada invitación, a pesar de lo grande que es la ciudad. Mi sentido del gusto vuelve pleno. En la próxima ocasión, trataré de convencerlo para que me deje hacer algo más. Y tenemos una cuenta pendiente, a mi cargo.

Fuego









El fuego es un elemento clave de la civilización. Sólo está al alcance del viajero cuando se detiene. Sirve para calentarse y para cocinar. Primero hay que conseguir el combustible. En este caso, madera. Y con un hacha abrirla para que sea más fácil quemarla. Luego hay que colocar la pira. En el fondo, papel y cartón; luego, virutas y carbón. Finalmente, los troncos cortados. Se prende en el interior y se agita la llama. Pero todo tiene su método y yo he venido a aprenderlo a Buenos Aires, con un maestro reconocido. Son mis últimos días en la ruta.

El mundo que termina







Podrá parecer que me demoro más de lo acostumbrado en publicar nuevas entradas. Las fechas no son una referencia exacta, sin embargo, como ya expliqué. Se refieren al momento de creación del archivo, no al de su difusión. De todas formas, es cierto que ya no hay tantos estímulos por delante que alienten la escritura. Es decir, ahora no existe la misma necesidad de manejarlos mediante una narración. Básicamente, la historia está contada. Continúo esta labor por compromiso con quienes han seguido el blog, y también por darle un cierre al relato. Que es tanto como decir tomar distancia con lo vivido.
Tiene un cierto valor simbólico (no premeditado) terminar mi periplo, antes de volver a Buenos Aires, en el Fin del Mundo. Así se conoce a la ciudad argentina de Ushuaia, la más austral del planeta. Después de ella sólo el mar y la Antártida. En realidad, podría quitarle esa categoría el enclave chileno de Puerto Williams (al otro lado del canal Beagle), pero se considera un puerto militar, no una población. A estos límites de la civilización, donde el ser humano se fuerza por mantener una presencia contra las dificultades extremas de la naturaleza, vienen personas con afán pionero. De ser el comienzo de algo que continuará después, así como de reinvención de ellos mismos. He encontrado pocos lugareños nacidos aquí. La mayoría vienen de fuera.
Ushuaia se fundó inicialmente como colonia penal. Un presidio para indeseables, cuanto más lejos mejor, pero también una fórmula para ocupar territorio. Tiene un museo en lo que fue su antigua cárcel, con sus delincuentes favoritos. Entre ellos, Carlos Gardel, un raterillo de tres al cuarto, mencionado no por sus proezas criminales sino por su posterior papel en la música. Es casi verano y las horas de luz se multiplican. De hecho, diría que no anochece nunca. De las 10 y media de la noche a las 3 y media de la mañana aún queda un resplandor tras la cordillera. Parecen las luces de alguna discoteca que insiste en mantener la fiesta activa. Lo entiendo como una señal, para que no ceje en mi voluntad de búsqueda.
A través de Manolo Arbelo he contactado con Raúl. Aparece al poco tiempo de llegar al Hostel. "Aquí huele a canario", dice. Nos vamos a tomar unas cervezas y me cuenta su historia. Se convierte en mi héroe. Panamericano. El viaje le cambió. Trabajó varios años como veterinario en Cabo Verde y en noviembre de 2007 se montó en un cargero en reparación y se plantó como pasajero en el Caribe. Cambió de barco al llegar allí, para recorrer aquella zona durante varias semanas. El regreso se dilataba mientras esperaba la nave de un amigo y empezó a visitar otros países. En abril de 2008 alcanzó Ushuaia. Conoció en el mismo Hostel donde me quedo a una argentina de Rosario y ahora reside en el Fin del Mundo. Se fue y volvió. Va a ser verdad lo que apunta Raúl, refiriéndose a un graffiti muy popular: "Ushuaia, Fin del Mundo. Principio de todo".
Lección de geografía. Se pasa el Estrecho de Magallanes para acceder a Tierra del Fuego, la provincia de la que Ushuaia es capital. ¿Fuego? Lo que abunda es agua, oceánica, que deja sentir su frío cuando sopla el viento en el trasbordador. Los pasajeros del colectivo hemos descendido para disfrutar del paseo. Antes de que finalice el trayecto, deberemos ocupar nuestros asientos para no retrasar la salida de los vehículos. Doble frontera. Argentina y Chile antes de cruzar. Después de hacerlo, a los 150 kilómetros, Chile y Argentina de nuevo. Este paisaje patagónico es muy distinto al de Bariloche o El Calafate. Vegetación.
Por estar en el Fin del Mundo me predispongo a darle sentido a todo. En el Parque Nacional, en la Bahía de Lapataia, la ruta 3 finaliza sus 3.045 kilómetros de carretera. No hay más allá. Recibo el mensaje. Se acabó otear el horizonte. Bonito sitio para captarlo. Me llevan en una excursión marítima a observar los pingüinos. Qué simpáticos son los pobladores originales de este entorno. Los que no lo somos, nos iremos marchando. Conozco al primer mochilero de largo recorrido (6 meses), que se vuelve a casa. Un alemán, de Stuttgart. Es de los que se planifican, porque me anuncia que hasta dentro de 10 años no retornará a Hispanoamérica. Le pregunto cómo se siente. Con ganas de que pasen estas últimas horas.
Mi sensación es diferente. Di con un gurú, Raúl, con quien probé el cordero fueguino. Me he alimentado también espiritualmente. No pasará una década hasta mi próxima visita.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Asimetrías











El final del viaje se va acercando, pero, antes de concluir, quiero agotar todas las experiencias que me pueda llevar de vuelta. No creo, sinceramente, que sea el mismo que se fue. He cambiado en varios aspectos, pero aún no los puedo determinar. Cómo no voy a sentirme cansado. Es un proceso muy exigente, que demanda mucha energía. La he tenido. Puedo decir también que podría continuar en el camino. Ilusión no me falta. Eso sí, necesitaría parar unos días, en cualquier lugar remoto, sin interés aparente. Sólo para recobrar fuerzas. Es eso lo que hacen los viajeros de 6 meses o 1 año. Los de 2 meses nos obligamos hasta el límite físico, tratando de aprovechar el tiempo. Cumplimentar nuestra hoja de ruta con visitas mañana, tarde y noche. Pero el tiempo no se aprovecha, se vive.

Dejo Bariloche sin pena. Está claro que las impresiones que uno se lleva de cada sitio están mediatizadas por circunstancias variopintas. En mi caso, sencillamente el referido cansancio, la percepción de estar obligado a seguir determinada agenda (con sus casillas indicando las excursiones a realizar) y la convicción de que la Patagonia no puede ser tan comercial. Me culpo por no haber empezado el recorrido por esta inmensa región más al norte. En Neuquén, por ejemplo, donde estuvo Pablo en un intercambio universitario. Nada que ver con lo turístico. Pero ya se sabe que mi circunvalación me ha llevado lejos de esa ruta.

Sigo hacia el sur, donde, a diferencia de lo aprendido, hace más frío, no más calor. Tanto que me advierten sobre los posibles efectos de las bajas temperaturas. Me convencen de que me compre ropa de abrigo. Debo hacerlo en Bariloche; en teoría, será más barato. Adquiero una campera o chaqueta impermeable con forro polar, de segunda mano, camiseta y pantalón térmicos y guantes. Es mi desafío al clima austral. Para evitarme día y medio en colectivo, decido hacer mi segundo vuelo interno. A El Calafate, 1 hora y 45 minutos. A donde voy por ser el centro del Parque Nacional de Los Glaciares. Montañas nevadas a lo lejos, un lago a los pies de la ciudad. Me llama poderosamente la atención su historia de menos de 25 años. Aquí no hay antiguos nativos, ni signos de huellas remotas. Sólo el espectáculo contemporáneo de la naturaleza. A precios costosos. En la civilización que vivimos tiene sentido fundar una población con esos fines.

El Glaciar Perito Moreno con sus blancos y azules. La suerte de asistir a varios desprendimientos de su núcleo de hielo. Con estruendo. Al menos una vez en la vida vale la pena. Coincido con dos asturianas y una pareja de Bilbao. Me doy el gusto de comerme un bocadillo de tortilla en frente de ese paisaje. Comparto mi tesoro. La he hecho yo. Desde mi etapa en Santiago de Chile cocino regularmente. Por ahorrar dinero y porque es lo más parecido que se me ocurre a meterme en un caparazón. Cuando se viaja largo es imprescindible. Me preparo para futuros acontecimientos. En el fondo, creo que no me diferencio tanto de los de 6 meses-1 año. Quizá, eso sí, a que el tiempo me obliga. Lo que busco no puede esperar un cambio de estación. Ya dije que algo encontré, entre tanto trasiego, dentro de mí.
Me levanto a las 6 de la mañana para ir a El Chaltén, en el extremo norte del Parque de Los Glaciares (El Calafate es el extremo sur). Son tres horas de ida en colectivo y tres de vuelta. La próxima madrugada parto en ómnibus hacia el fin del mundo. Sin embargo, no podría perdonarme no usar alguna de esas 23 horas que tengo por delante. El Chaltén, un pueblo también muy muy reciente, es conocido por ser un paraíso para el senderismo. Aunque no me encuentro pleno, algo haré en esa dirección. Eligo la senda más fácil. 4 kilómetros en llano para alcanzar el Chorrillo del Salto, una cascada con riachuelo. Ninguno de mis compañeros de transporte aparece por aquí. Les esperan cumbres más altas. Que ellos las disfruten. Me tumbo en una piedra ligeramente plana. Los rayos de sol se cuelan entre mi vestimenta. El sonido del agua cayendo desde 20 metros en mi frente, y el curso del apacible riachuelo en mi espalda. Me quedo dormido, la mejor siesta panamericana posible. Vivir, qué mejor modo de aprovechar el tiempo.
Cuando espero la partida del colectivo de regreso a El Calafate sentado en la acera, aparece un coche que aparca al lado de mí. Se bajan una mujer y un hombre de unos veintilargos años. Con dos estacas pequeñas numeradas con el "29" y el "30". Clavan la primera en el terreno delante de la oficina de la compañia de buses. La segunda tres casas abajo. ¿Para qué? Es un concurso de jardinería. Los paraísos hay que currárselos. Con mucha ilusión. De hecho, para mí que las casas colindantes, que no participarán en la competición, tienen una vegetación más apreciable. El hombre de la oficina de buses echa pestes de la cantidad de colillas de su jardín. Apenas unas cuerdecitas separando el acceso al edificio donde trabaja. No se ve ninguna flor o planta creciendo. Igual hay que saber mirar.