Ya estoy en casa, pero echo de menos el periplo. En estos primeros días de vuelta la sensación que tengo es, en contraste con los dos meses anteriores, de estancamiento. En la ruta todo fluía, nada se detenía, ni siquiera por voluntad propia. Antonio ha dicho con acierto que el trayecto físico y el psicológico tienen ritmos diferentes de adaptación. He dormido más de lo que recordaba, puede que fuera una obligación fisiológica por el jet-lag o el sueño viejo, aunque mi cuerpo aún no reacciona. A este estado también contribuyen las navidades, siempre tan aletargadoras. De repente, estando aquí, surgen los compromisos y los asuntos pendientes. Sin ánimo de ser exagerado, encuentro que ya no soy propietario de mi tiempo. Como si las relaciones estuvieran predeterminadas y me viera forzado a atender, bajo la amenaza de expulsión de la sociedad, una agenda organizada por otros. En la comunidad de los mochileros los lazos son, por definición, inestables. Y las obligaciones se resumen en una sola. Al final, cada cual seguirá su camino. Ésa es la única aceptada universalmente.
Precisamente, en las últimas jornadas en Buenos Aires, cuando mi rumbo me traía de vuelta, traté con varias personas sabiendo que no serían vínculos duraderos. Más por curiosidad que por necesidad. Como un observador, más que como un viajero. El venezolano de 20 años Alejandro resultó un hallazgo. Mi primer recuerdo de él le sitúa en lo alto de la estrecha y empinada escalera, justo delante de la habitación, sentado en posición de yoga, con los pies colgados cuatro escalones por debajo y con los ojos abiertos. Era de noche y supuse que estaba en trance. Por el alcohol o las drogas. Quizá estaba haciendo algún ejercicio de respiración para recobrar la conciencia. Me moví a su lado en varias direcciones, pero no pareció inmutarse. Su pelo rizado al margen de cualquier corte armónico, su barba y las gafas que amplificaban su mirada al vacío, lo hacían parecer habitante de una galaxia remota.
A la mañana siguiente, sin embargo, descubrí que había ocupado el mismo dormi que yo. El cuarto tenía 4 literas y la suya, superior, estaba en línea recta con la mía, inferior. Me desperté y fue lo primero que vi. En postura de flor de loto, como unas horas antes. Dado que el techo de la habitación era alto, su porte me pareció mayestático. Como una estatua. Ratifiqué la impresión de que tenía ante mí a un hombre espiritual cuando se bajó de la cama. En vez de utilizar la escalera habilitada en la estructura del mueble, lo habitual para esa distancia al suelo, dio un salto. No fue especialmente estrepitoso, ni siquiera en sus lamentos, supongo que estaba respetando el descanso ajeno. Allí se quedó, levantando los pies como si el piso quemara.
Su vecina de litera, uruguaya, lo convenció horas después para que la acompañara a comprarse un vestido. Era su solución para el calor reinante. Alejandro no estaba muy por la labor, ir al centro, con sus ruídos y multitudes. Él pensaba más bien en un espacio al aire libre, con vegetación, donde poder llenarse de energía y practicar con las bolas. Cuatro al mismo tiempo, según pude comprobar accidentalmente. Se fueron juntos. Por la tarde ella lucía su adquisición, mientras él se lamentaba con discreción por haber perdido el día. Empezaba a convertirme en su confidente, porque criticó a la chica por emplear armas de mujer. "Cuando se lo hice ver, lo negó", comentaba. Nos detuvimos en la descripción del aspecto y el comportamiento de la uruguaya. Ella se fue, regresó a Montevideo, para darse un baño en la Playa de Pocitos, dado que "es verano y dónde mejor si no". Pero su figura fue reemplazada con otra aparición. Divina.
Alejandro es estudiante en Caracas. Aunque le falta poco para terminar una carrera llamada Artes Liberales, los fundamentos de tal titulación (basados en la política y la economía y algo en la cultura clásica occidental) le han incomodado hasta tal punto que se ha matriculado en Filosofía. Es su manera de contrarrestar la lógica de un aprendizaje hecho por y para el dinero. Del mismo modo, salir del hogar familiar le ha parecido un requisito de crecimiento personal, por lo que se ha fijado en Buenos Aires como posible destino. Es el menor de cinco hermanos, tres de la relación anterior de su padre, uno de la de su madre. El único descendiente directo de la pareja es él. De su exploración a una de las sedes de la Universidad estatal (UBA), ha vuelto decepcionado, por "tanto edificio y tan poco verde". Además, la ciudad tiene demasiado ajetreo, "tanta gente yéndose y viniendo". Le he hecho ver que sus conclusiones urbanas no podían salir de su estancia en el hostal. Necesita desesperadamente una señal que le convenza de que éste es el sitio al que volver después de sus vacaciones.
Durante el desayuno, en el que uno que va solo ocupa provocadoramente cualquier puesto amparándose en una regla no escrita de esta colectividad (todo se comparte, salvo aviso específico), pido permiso a Alejandro para sentarme en su mesa. Está acompañado. Me presenta a Marta, una mujer atractiva, inglesa de origen griego y polaco. Por parte de padre y madre, respectivamente. En los últimos 6 ó 7 años ha vivido en Grecia de ser profesora de idiomas. De hecho, al indicarle que no tiene acento de Manchester, responde que se ha acostumbrado a modular su habla de acuerdo a su interlocutor. Me susurra. No sé qué clase de alumno debo ser yo. Alejandro contribuye a este ambiente de misterio, ya que pronuncia un nombre, el alias espiritual de Marta, Premdevi. Es aún temprano, porque no entiendo nada.
Marta sólo ha dormido una noche en el hostel, pero, a pesar de que continuará en Capital Federal, se cambia a otro alojamiento más "movido". Recuerdo sus últimas palabras: está "abierta a cualquier experiencia, dispuesta a detenerse por cualquier motivo, temporal o permanentemente, por un trabajo, una dedicación o una persona". Suena como una declaración. Añádele una música mientras la ves marcharse en un taxi.
Alejandro y yo intercambiamos nuestras opiniones sobre ella. Sobre la estela que ha dejado tras su paso. El venezolano reconoce que tiene su correo electrónico y su tarjeta de visita. La más extraña que he visto en mi vida. Por una cara un corazón rojo, casi un icono de religiosidad ensangrentada; por la otra, una fotografía muy cuidada de su rostro de perfil. Y su dirección de internet, premdevi@, etcétera. ¿Para qué sirva una tarjeta así? ¿Será maestra de yoga?
El indio, de India, huésped de larga estancia del hostal, nos aclara el significado en hindi de Premdevi: "diosa del amor". ¿Con qué propósito se pondría una mujer este mote, mientras luce su mejor imagen en una tarjeta de visita? El indio, de India, no tiene dudas. Es prostituta. Nos quedamos pensándolo. Avanzada la noche, sin haber encontrado una clave para resolver el enigma, Alejandro y yo nos multiplicamos en google. Los portales, los foros, que se nos ocurren. Pero fracasamos en nuestro intento. Afortunadamente, el colega caraqueño no ha podido resistirse y le ha escrito. Con la cortés réplica de Marta también hemos sabido su apellido.
La historia de Alejandro queda ahí. Nuestro camino se bifurcó. A diferencia de lo ocurrido en otras ocasiones, no hago ademán de pedir la dirección de correo electrónico, así que no va a haber posteriores intercambios. Le deseo un feliz aterrizaje en cualquiera de los mundos a los que vaya. Me quedo, sin embargo, con algo suyo. Persisto en las pesquisas sobre Premdevi. Un misterio por resolver para tomar tierra en el mundo de siempre. O la fuerza del viaje, lo desconocido, que aún me llama. En Facebook o, como traduce Artemi, Caralibro, doy con ella. No acierto a resolver el enigma de su sobrenombre. Quizá sólo sea vanidad. Llamarse a una misma "diosa" y del "amor". Una redundancia para fijar la atención sobre su belleza y su capacidad de atracción. O su herramienta para, entre la incertidumbre de un nuevo rumbo en su vida, agarrarse a algo, mientras atisba el horizonte. En las últimas semanas ha estado haciendo amigos. Amigos de Facebook, lo que quiera que eso signifique. Fotos y diálogos de chat. No pienso que en ese contexto hayan sido ni el amor ni la belleza los motores de sus encuentros. Más bien, su condición equivalente de mochilera. De hecho, puede que esa autoconfiguración mítica le sobre si realmente quiere sacar una experiencia reveladora de su periplo.
Ya estoy de vuelta. ¿Qué he sacado yo? Pienso en quién más podría interesarme indagar en Facebook. Automáticamente me viene el nombre de la arquitecta australiana. Está.
Todavía falta una última entrega. Espero escribirla pronto.
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