A Santiago, colega de profesión, lo conocí en el hostel de Iguazú. Es natural de la provincia de Buenos Aires, pero vive casi pegado a Capital Federal, en la municipalidad de Vicente López. Su casa en el barrio de Olivos debía ser una parada obligada antes de mi regreso. Cuando nos conocimos mostró sus habilidades como asador, preparando carne de cebú. Es un hombre de palabra y ha cumplido su promesa, realizada entonces. Ha vuelto a enseñar su maestría. Esta vez le he acompañado en todo el proceso. Como una experiencia más de mi viaje. Fuimos a su supermercado habitual a proveernos de la vianda, pero el carnicero tenía poco que ofrecer. Se disculpaba por haber vendido recientemente piezas para una celebración de 400 personas. Ya en un centro comercial, adquirimos costillar y matambre. No había probabo la última, que se dobla mientras está en la parrilla, para protegerla. No me va a gustar la carne de cualquier manera, a partir de ahora. Para los argentinos hacer un asado es tan común que sólo bastó unas llamadas para que varios amigos de Santiago se sumaran a la improvisada invitación, a pesar de lo grande que es la ciudad. Mi sentido del gusto vuelve pleno. En la próxima ocasión, trataré de convencerlo para que me deje hacer algo más. Y tenemos una cuenta pendiente, a mi cargo.
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