domingo, 13 de diciembre de 2009

Asimetrías











El final del viaje se va acercando, pero, antes de concluir, quiero agotar todas las experiencias que me pueda llevar de vuelta. No creo, sinceramente, que sea el mismo que se fue. He cambiado en varios aspectos, pero aún no los puedo determinar. Cómo no voy a sentirme cansado. Es un proceso muy exigente, que demanda mucha energía. La he tenido. Puedo decir también que podría continuar en el camino. Ilusión no me falta. Eso sí, necesitaría parar unos días, en cualquier lugar remoto, sin interés aparente. Sólo para recobrar fuerzas. Es eso lo que hacen los viajeros de 6 meses o 1 año. Los de 2 meses nos obligamos hasta el límite físico, tratando de aprovechar el tiempo. Cumplimentar nuestra hoja de ruta con visitas mañana, tarde y noche. Pero el tiempo no se aprovecha, se vive.

Dejo Bariloche sin pena. Está claro que las impresiones que uno se lleva de cada sitio están mediatizadas por circunstancias variopintas. En mi caso, sencillamente el referido cansancio, la percepción de estar obligado a seguir determinada agenda (con sus casillas indicando las excursiones a realizar) y la convicción de que la Patagonia no puede ser tan comercial. Me culpo por no haber empezado el recorrido por esta inmensa región más al norte. En Neuquén, por ejemplo, donde estuvo Pablo en un intercambio universitario. Nada que ver con lo turístico. Pero ya se sabe que mi circunvalación me ha llevado lejos de esa ruta.

Sigo hacia el sur, donde, a diferencia de lo aprendido, hace más frío, no más calor. Tanto que me advierten sobre los posibles efectos de las bajas temperaturas. Me convencen de que me compre ropa de abrigo. Debo hacerlo en Bariloche; en teoría, será más barato. Adquiero una campera o chaqueta impermeable con forro polar, de segunda mano, camiseta y pantalón térmicos y guantes. Es mi desafío al clima austral. Para evitarme día y medio en colectivo, decido hacer mi segundo vuelo interno. A El Calafate, 1 hora y 45 minutos. A donde voy por ser el centro del Parque Nacional de Los Glaciares. Montañas nevadas a lo lejos, un lago a los pies de la ciudad. Me llama poderosamente la atención su historia de menos de 25 años. Aquí no hay antiguos nativos, ni signos de huellas remotas. Sólo el espectáculo contemporáneo de la naturaleza. A precios costosos. En la civilización que vivimos tiene sentido fundar una población con esos fines.

El Glaciar Perito Moreno con sus blancos y azules. La suerte de asistir a varios desprendimientos de su núcleo de hielo. Con estruendo. Al menos una vez en la vida vale la pena. Coincido con dos asturianas y una pareja de Bilbao. Me doy el gusto de comerme un bocadillo de tortilla en frente de ese paisaje. Comparto mi tesoro. La he hecho yo. Desde mi etapa en Santiago de Chile cocino regularmente. Por ahorrar dinero y porque es lo más parecido que se me ocurre a meterme en un caparazón. Cuando se viaja largo es imprescindible. Me preparo para futuros acontecimientos. En el fondo, creo que no me diferencio tanto de los de 6 meses-1 año. Quizá, eso sí, a que el tiempo me obliga. Lo que busco no puede esperar un cambio de estación. Ya dije que algo encontré, entre tanto trasiego, dentro de mí.
Me levanto a las 6 de la mañana para ir a El Chaltén, en el extremo norte del Parque de Los Glaciares (El Calafate es el extremo sur). Son tres horas de ida en colectivo y tres de vuelta. La próxima madrugada parto en ómnibus hacia el fin del mundo. Sin embargo, no podría perdonarme no usar alguna de esas 23 horas que tengo por delante. El Chaltén, un pueblo también muy muy reciente, es conocido por ser un paraíso para el senderismo. Aunque no me encuentro pleno, algo haré en esa dirección. Eligo la senda más fácil. 4 kilómetros en llano para alcanzar el Chorrillo del Salto, una cascada con riachuelo. Ninguno de mis compañeros de transporte aparece por aquí. Les esperan cumbres más altas. Que ellos las disfruten. Me tumbo en una piedra ligeramente plana. Los rayos de sol se cuelan entre mi vestimenta. El sonido del agua cayendo desde 20 metros en mi frente, y el curso del apacible riachuelo en mi espalda. Me quedo dormido, la mejor siesta panamericana posible. Vivir, qué mejor modo de aprovechar el tiempo.
Cuando espero la partida del colectivo de regreso a El Calafate sentado en la acera, aparece un coche que aparca al lado de mí. Se bajan una mujer y un hombre de unos veintilargos años. Con dos estacas pequeñas numeradas con el "29" y el "30". Clavan la primera en el terreno delante de la oficina de la compañia de buses. La segunda tres casas abajo. ¿Para qué? Es un concurso de jardinería. Los paraísos hay que currárselos. Con mucha ilusión. De hecho, para mí que las casas colindantes, que no participarán en la competición, tienen una vegetación más apreciable. El hombre de la oficina de buses echa pestes de la cantidad de colillas de su jardín. Apenas unas cuerdecitas separando el acceso al edificio donde trabaja. No se ve ninguna flor o planta creciendo. Igual hay que saber mirar.

1 comentario:

  1. Eres admirable Iván, llevaba varios días sin meterme en el blog y me maravilla tu constancia escritora... ya me contarás cara a cara cuando vengas por los Madriles en enero.

    Un beso.

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