lunes, 30 de noviembre de 2009

La sal de la vida




Mientras esperaba en Iruya el colectivo para Humahuaca, donde debía hacer noche nuevamente antes de seguir para Bolivia, tuve una interesante conversación con Susan. Acabábamos de despedirnos de nuestras respectivas acompañantes. En mi caso, la arquitecta australiana; en el suyo, la americana de Kansas City. Estuvimos hablando de las dos chicas, imaginando si llegarían o no a destino y de cómo podían llevarse entre ellas, casi como si realmente las conociéramos. Habíamos coincidido en el alojamiento y, seguramente, para continuar nuestros viajes necesitábamos soltar lastre. Fue una charla de apenas 45 minutos, pero tuvo la virtud de revelarme varios aspectos recurrentes en mi experiencia.
Susan es suiza y tiene 39 años. Ha dejado recientemente un buen trabajo en Londres y se ha tomado unas semanas de descanso en Sudamérica, antes de decidir qué hará. No quiere tener una actitud reflexiva ahora, sino más bien contemplativa. A pesar de eso, qué significa este viaje para nosotros fue el asunto principal que tratamos. Con los ejemplos nuestros y de nuestras dos acompañantes. La palabra clave fue"crisis"; asumirla, en cualquiera de sus vertientes (laborales, relacionales, etcétera), como un paso necesario para seguir adelante. Negarla, por miedo al estigma social o para ocultarse a uno mismo algunos sentimientos, sería pensar que la vida es estática. Que se detiene a nuestra conveniencia. Pero no es así, y, además, siempre se presenta con oportunidades imprevistas.
En un periplo como el mío, de 2 meses o más, es fácil reconocer que las cosas son dinámicas, que no se paran. Basta con que uno se monte en el siguiente transporte y que vea los paisajes y las personas del entorno. Aquel domingo la línea Iruya-Humahuaca llevaba turistas y lugareños y un conductor experto para manejarse en pronunciadas carreteras de montaña. Tanto que, cuando a la vuelta de una curva se encontró con 4 burros ocupando la vía, hizo algo sorprendente. Aceleró, en vez de frenar. De repente, y por un tiempo de unos 15 minutos, el vehículo y los animales iniciaron una carrera. Los pasajeros estábamos expectantes. El ómnibus trataba de adelantar, pero siempre había un asno que lo impedía. No hubo apuestas cuando, a la vuelta de otra curva, el rebaño saltó a un terreno inferior y se retiró exhausto de la ruta.
Tras dormir en la misma habitación del mismo hostal de Humahuaca que había compartido con la arquitecta australiana, preguntándome si debía cambiar de cama o hacer algo para no percibir su fantasma, me encaminé a Bolivia. No había estado en mi itinerario original, pero muchos mochileros con los que me había cruzado opinaban que debía ser una escala obligada de mi itinerario. Allí me fui.
La Puna, el Altiplano, a una media de 3.700 metros de altura sobre el nivel del mar. Los Andes coronándolo todo. La suerte de que detrás de mí diera con un señor, ya retirado, ex técnico de minas, con ganas de contar su historia y la del escenario que atravesábamos. Extracción de minerales (zinc, plomo, estaño, plata). Todavía hoy en día, aunque con muchísima menor intensidad. El recuerdo del yacimiento de Pulacayo, donde llegaron a trabajar simultáneamente 3.ooo mineros, con 10 fallecimientos diarios por las durísimas condiciones. Con informaciones como ésta, los sentidos se agudizan al observar los parajes.
Resultó que en el ómnibus también iban las francesas que había conocido en Humahuaca 2 días antes. Audrey y Aurore, de 24 años cada una, serían desde ese momento mi compañía, con la que visitaría algunos espacios increíbles de Bolivia. El Salar de Uyuni, el Desierto de Siloli, los Géiseres Sol de Mañana. Lo explicaría con todo detalle, si no fuera porque no puedo detenerme. La carretera me espera. Quizá la próxima vez.

martes, 24 de noviembre de 2009

Encuentros en la cuarta dimensión (versión ligeramente revisada de "Encuentros")











Parto de Salta a Jujuy, provincia limítrofe con Bolivia. Esta vez, no lo hago solo. Voy a ver paisajes montañosos de una orografía muy marcada. Nada de grises. En lo que se reconoce como la entrada al Altiplano andino. Llanuras a 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Algo me ha debido sentar mal en los días anteriores y el trayecto se presenta incómodo. En la descripción del medicamento que tomo lo llaman "el mal del viajero". Si permaneciera en el mismo lugar no sería gran problema. Pero no puedo, me he comprometido a seguir hacia el norte. Un recorrido que exige cambiar tres veces de ómnibus, y no precisamente los más lujosos. Como la persona con la que voy es una desconocida para mí, las cosas no se ponen fáciles precisamente. Tengo miedo de quedar mal. De ser el centro de atención por un motivo poco heroico. Me encomiendo a todos los dioses paganos que se me ocurren, ya que mi curiosidad puede con cualquier atisbo de tragedia.

Me encontré a esta arquitecta australiana de 29 años, de la que no puedo decir su nombre ni difundir su foto (por estricto deseo suyo), en el último asado del Backpackers City de Salta. Va a estar un año moviéndose por el mundo. De repente, no le ha gustado la ciudad, o al menos lo que se esperaba de ella, y le ha interesado mi oferta. De forma muy educada me ha respondido por correo electrónico que "estaría preparada para salir el viernes, si a mí me venía bien". Pues sí. Claro que sí. Situación nueva.

A la hora convenida nos saludamos en la Terminal. Me da un beso en la mejilla, aunque nuestra familiaridad no pasa de haber tenido una conversación de media hora dos días antes. Desde el principio trato de ser eficaz. Hablamos en inglés, porque su español es muy pobre. Obviamente, las gestiones para comprar los billetes las hago yo. Me siento como un escudo humano. Un caballero protegiendo a la dama. Sin embargo, nadie me lo ha pedido.

Esta chica de rasgos orientales (su madre es china malaya) parece no darse cuenta de mi padecimiento. Menos mal, aunque en cada parada me pongo a prueba. Hasta cierto punto es normal, puesto que tenemos una inquietud compartida: el mal de altura. Puede dar dolores de cabeza, mareos, taquicardia, porque, al ir ascendiendo, la cantidad de oxígeno se reduce. Ella aporta unas píldoras específicas que se ha traído de su país, yo, por mi parte, las hojas de coca que me regaló Montse.

Las primeras conversaciones, impulsadas por mí, son las de rigor. ¿Qué te ha gustado de lo que has visto ya?, ¿a dónde te gustaría ir en los próximos meses?, ¿y después de Jujuy? En el fondo tengo la necesidad de averiguar sus motivos para estar conmigo. Me explica que, mientras yo pienso continuar para Bolivia, ella girará para Chile. Quiero seguir preguntando. Decido, no obstante, parar la grabadora. Que alguien se canse de ti en las primeras horas sería una frustración inaceptable.

En el Cerro de los Siete Colores de Purmamarca hacemos nuestra primera parada no técnica. Para observar las imponentes montañas, convertidas en espectáculo. ¿Vamos por esta calle o por la siguiente? ¿Atravesando la plaza o por el camino más corto? Aunque a los dos nos da igual, evitamos tomar decisiones para no condicionar al otro. Confieso que, de reojo, busco los baños cercanos, por si acaso. Nos enseñamos las fotos que vamos sacando, una manera de compartir el momento. Algunos elementos o encuadres aparecen inicialmente en una cámara, luego en la otra. Nos copiamos.

Atardece. Antes de dar una vuelta por Humahuaca, nuestro último destino de la jornada, buscamos alojamiento. Recibimos algunos ofrecimientos tan pronto bajamos del colectivo, pero decidimos comparar. Lo que está escrito en la guía es una referencia, pero los nombres de las calles no están indicados propiamente. Su exigencia es que el sitio esté limpio. Necesita verlo. Especialmente el baño. Damos con uno mencionado en el libro. Entramos. Lo primero que nos preguntan es si estamos juntos. Bueno, somos compañeros de viaje. La respuesta no parece ser clara. Nos dan a elegir entre tres posibilidades. Habitación doble con cama de matrimonio. Doble con dos camas. Dormitorio a compartir con más gente. Miro su rostro. A ver qué dice. Traduzco. La doble con cama de matrimonio, descartada por el precio. ¿Y la de 2 camas? Un poco deprimente. Por exclusión, el dormitorio comunitario. El dueño del hostal se marca una alternativa más. Doble de dos camas en otra ala de esta antigua casa con patio. Con baño exterior, pero de uso exclusivo nuestro. La diferencia de precio es ridícula, respecto del dormitorio compartido. Esta vez hablo yo. Ella me mira con atención.

Amenaza de tormenta mientras paseamos por Humahuaca. Si empieza a llover de verdad, las Peñas Blancas no van a ser un refugio. Caen algunas gotas. Nuestros cuerpos se doblan para caber en lo que hay, una especie de horno para hacer fuego a ras de suelo. Quedamos sentados. No le convence mucho la idea de hacer una foto de ambos, pero accede. No es para tanto. Tormenta sin agua.

Tiene hambre, yo no. Pide una pizza, que se queda casi entera. Le falta otra boca. Se va a dormir. Me quedo hablando con dos chicas francesas. Cuando entro en la habitación, está en el séptimo cielo. Hago el menor ruído que puedo.

En Iruya, el alojamiento tiene características similares. Salvo, por el hecho, de que es una casa de familia. Por el mismo precio nos dan un cuarto para los dos. A los ojos ajenos, somos una pareja.

Llevamos un ritmo similar. Despacito. Me pide que practiquemos su español y lo hago encantado. Me da pie a iniciar mi interrogatorio. Sí, en cierta medida, está aquí porque se ha sentido en crisis. No le gustaba su trabajo, aunque, por suerte, su gente le ha apoyado. Ahora no piensa mucho en ello. Sí, es buena haciendo eso. Le cuento mis planes y le renuevo mi voluntad de seguir juntos. No, en este momento le llama la playa. El Pacífico. Nos cruzamos con dos niños, hermanos, Gastón y Érika. Se empeñan en que los convirtamos en modelos fotográficos. En el parque infantil, subidos en todas las atracciones. Su cámara es mejor que la mía. Apunta en mi dirección, ya que los niños están conmigo. Luego, hago yo lo mismo con ella. Una más, una más. Alegría. Nos reímos. Son como nuestros hijos.

Esa misma noche, en una cena conjunta con otras personas conocidas allí, alguien le ofrece irse a Chile. En una furgoneta Renault Kangoo, ocupada por un argentino y una española. No tiene asientos en la parte posterior y son muchos los kilómetros por delante. Ya de vuelta en el dormitorio, no consigue decidirse. Me gustaría que siguiera conmigo, pues me agrada su compañía. No obstante, le doy mi opinión, los pros y los contras, sin interferir.
A la mañana siguiente, cuando tiene de plazo hasta las 11 para contactar con sus porteadores, cuenta su dilema a varios de los huéspedes. Todos se marchan. Una americana de Kansas City le pide que si no va ella, le deje su puesto. Hablan por hablar, porque ni siquiera tengo claro que los dueños del vehículo quieran compañía. Desaparecen. No puedo decirle que le echaré de menos.
Si alguien conoce el paradero del vehículo citado, comuníquelo a este servidor.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Gorra



Yo tenía una gorra, que había comprado en Segovia, cuando fui a la boda de Sandra y Nicolas. Magaly y Pablo decían que me daba aspecto de carlista. En este mes que llevo en ruta, saqué algunas fotos en las que aparecía mi sombra, rematada por esta gorra. La perdí en un colectivo de Montevideo. En Iguazú me encontré otra, sujeta a una valla de las que impiden que te caigas a las cataratas. Imaginemos que alguien la puso ahí para mí. Ahora, cuando reparo en que estoy en la mitad de mi viaje, pienso que esta silueta es la mía, porque la lleva. 30 días en movimiento.

Cosmopolitismo

No se puede ser más contradictorio. Ceno con Montse una noche, a quien percibo cercana en nuestras inquietudes, mientras que, a la jornada siguiente, me imbuyo del ambiente cosmopolita del hostel. Como casi siempre, dominado por el Tipo 1, con quien no encuentro tantos intereses en común. La cena va incluida en el precio de la cama y hoy toca asado. Decido ir. Me junto con una suiza que había conocido en otra parrillada días atrás en Mendoza, y con un inglés, compañero de excursión en la misma ciudad. Nos acompaña un nutrido grupo de internacionales. Hablando sobre todo la lengua de Shakespeare. A continuación de la comida, un espectáculo de folclore. Me sacan a danzar una chacarera. Mi vecina de mesa australiana se ríe.
Continuamos la fiesta en un boliche (o discoteca). Se suman César, Marina y otros integrantes de la plantilla del hostel. Me divierto bailando y viéndoles bailar. Conecto. Nos acostamos muy tarde, luego me levanto igualmente tarde. Aún no me iré de Salta. El almuerzo lo hago con César, después de haber ido a comprar al mercado. Cocinamos juntos. Me satisface sumarme a una rutina local. Ver los alimentos, los precios y las compradoras. Para mi recorrido no es un día perdido si tengo la ilusión de pertenecer a ese lugar que visito. Además, en el próximo destino quizá tenga alguien con quien compartir.

Qhapaq Ñan







Mis descripciones me retratan más de lo que suponía. Busco claves para entender lo que pasa a mi alrededor. Ya que estoy fuera de contexto, empleo la parte racional de mi percepción como instrumento al que agarrarme en una situación de inseguridad. O sea, cada vez que llego a un sitio nuevo. Pero lo que llama mi atención, en lo que me fijo, no obedece a esa lógica. Después de 21 horas en ómnibus, Salta, capital de provincia en el noroeste argentino, de 500.000 habitantes, me parece una ciudad ocupada por perros dormidos. Uno en cada esquina.
Decidí no permanecer en Mendoza y no pararme en la provincia de San Juan, donde hay desiertos que evocan la luna. Hubiera necesitado estar más días de los que pretendía y, además, contratar una o varias excursiones, puesto que sin coche es complicado moverse en un territorio bastante extenso. También, porque había conocido a Goyo, madrileño y viajero por un mes. Pensé que si aceleraba mi marcha al siguiente destino, donde él ya estaría, tendría alquien con quien compartir. Le llevaba 20 pesos que le habían dejado a deber en el hostel mendocino. Ocurrió que, como la vez anterior, compartimos habitación, pero nuestros diferentes ritmos le hicieron continuar con urgencia. Tampoco es que nos hubiéramos hecho amigos.
Me llevan a los Valles Calchaquíes y reparo en los nombres que los antiguos pusieron a estos parajes. Calchaquí: lugar donde se sepultan las penas. Saghta (la actual Salta): valle fértil. Cafayate: cajón de agua. Variaciones bruscas de paisaje en la misma ruta. Trato de imaginar cómo sería entrar en un territorio desconocido y bautizarlo. El peso de las expectativas o de las fatigas sufridas hasta ese momento. Nómadas que buscan asentarse.
En el Backpackers City de Salta conozco a Montse, catalana y artista, que ha acudido a Argentina a tomar distancia de Barcelona. Es la primera vez que está en un hostel y me parece que no responde al tipo de habituales en estos alojamientos. Vamos a cenar fuera del ambiente internacional que nos rodea. Probamos la carne de llama (cocinada en vino), que a los dos nos parece como la ternera con un ligero toque de cordero. Bebemos vino blanco de la variedad Torrontés, producido en Cafayate.
Me ayudo de la guía para centrarme. Acudo al elogiado Museo de Arqueología de Alta Montaña. Momias rescatadas y exhibidas con disculpa. La presencia de la cordillera andina y del imperio Inca. Una civilización que tejió una red de caminos conocidos como Qhapaq Ñan, desde el sur de Colombia hasta Mendoza. 25.000 kilómetros registrados, que pudieron ser 40.000 cuando llegaron los españoles. Lugares sagrados a los que peregrinaban. Cimas y volcanes reverenciados. Los más altos. Los más alejados. Niños que se entregan en vida para llevarse bien con los dioses. Me pregunto si todo viaje debe tener su sacrificio.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Itinerario



Es importante para mí dejar constancia de todos los lugares por los que paso. En el presente, para que quienes siguen este blog reconstruyan mi imprevista ruta. Me hace sentir que mi experiencia es compartida. En el futuro, para ayudarme a recordar. Por esta razón intento contar siempre algo de cada sitio, independientemente de cuál haya sido mi peripecia. Quizá tampoco sea el momento de valorar. La conclusión, al final del camino.
Nada más llegar a Mendoza desde Córdoba, el conductor del ómnibus (o mejor, uno de ellos), reconoce mi tonada. "¿De dónde sos, gallego?". Vivió en Málaga, trabajando como camionero de largos recorridos. Está a punto de retirarse, espera cobrar parte de su paga española y puede que se asiente de nuevo en Andalucía. Con las enormes distancias que hay en Argentina, los chóferes están muy bien pagados. Unas estudiantes de Medicina madrileñas, en intercambio en Córdoba, a las que me encontré en Iguazú, decían que éstos ganaban más que muchos médicos.
Este hostel de Mendoza debe ser lujoso, porque incluye en su precio el traslado en taxi desde la terminal. Son las 7:30 y debo esperar a que abran su oficina. Mientras hago tiempo se me acerca un individuo. Chileno, acaba de venir de Santiago. No en vano, es éste un punto fronterizo clave, a través de los Andes. Me pregunta dónde se puede cambiar dinero. Desconfío. Soy el único a la puerta de la agencia vinculada al hostel, su encargado me invita a entrar. Me explica que en Mendoza se pueden hacer dos cosas: montaña y vino. Honestamente, sólo conocía la segunda. Será un poco de todo, ¿no?
Va a ser complicado cumplir el programa de vino y montaña por mí mismo. Los transportes públicos no hacen las paradas requeridas. Tengo que contratar excursiones. No me gusta. Pienso que pueden condicionar mi experiencia; además de que me aleja del contacto con la gente local. Pero lo voy a hacer.
Mi ropa está sucia. La llevo a una lavandería, donde charlo con una mendocina. Mi impresión de su ciudad, basada en la arquitectura de la terminal y de otros edificios divisados por la autopista, es que aquí hay "plata". Para hacer tiempo, paseo. Un parque casi tan grande como el resto del casco urbano. Aquí hay dinero. Luego descubriré que este territorio está muy expuesto a movimientos sísmicos y sus construcciones son, por este motivo, modernas.
Contrato dos "tours". Los que llaman Alta montaña y Bodegas. Presumo que no voy a quedar satisfecho. Podía haberme quedado con la oferta de "rafting" o "rappel", tan exitosa entre mis compañeros de alojamiento. Sin embargo, no me seduce la idea de dejar de lado la Historia. Sólo geografía para estimular la euforia física. En la base de los casi 7.000 metros del cerro Aconcagua, fotos a un paisaje inédito para mí y sensación de frío. Al día siguiente, unas degustaciones hechas para vender botellas. Busco el lado positivo. Las huellas de la Historia y de sus personajes. San Martín, el héroe de la Independencia argentina, formando su ejército en este nudo limítrofe. El sabor del Malbec, aprovechando la labor de los indígenas huarpes. Su esfuerzo en canalizar el agua de las cumbres nevadas hasta los valles secos.
Barbacoa organizada. Asado. Aceptan darme la entraña a mí. Total, los otros comensales no saben mucho del tema. Más interesados en el tequila gratis. Música. Fiesta. Algunos y algunas argentinas de vacaciones. Bailo. Bebo. Pero me divierte más conversar con los trabajadores del hostel. Al final, pena de dejarles. La afectividad es así.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Aviso

Me ha ocurrido que varias personas de las que siguen este blog se han perdido algunas de las entradas. Por atender a las fechas de publicación de éstas y al no ver una nueva respecto de la consulta anterior, pasar de largo. Las fechas son engañosas, ya que están determinadas por el momento en que se creó el archivo (siempre como borrador) y no por el de su difusión. Digo esto, con mayor motivo ahora, ya que hay una pieza que está ordenada debajo de "Tipo 3", pese a ser posterior. Cosas de la tecnología. Mi recomendación, entonces, buscar en el menú lateral izquierdo los títulos y leer los que no suenen. Al menos, comprobar los 3 ó 4 últimos, por si acaso.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Tipo 3



Por recomendación de Municio y de Máximo voy a abordarme. A intentar explicar mis vivencias desde un plano personal, sentido. No me resulta fácil, obviamente. Una peripecia de estas características es muy intensa, pues, en realidad, vives muchas emociones contradictorias, pero todas pasan, sin detenerse apenas, porque el ritmo del viaje te hace fijar la atención en un nuevo suceso. Además, está la fuerza atrayente de mirar siempre al próximo destino. Llegas a un lugar, buscas alojamiento si no lo has hecho antes, te sitúas, contactas con algún viajero como tú, puede que compartiendo alguna visita y te vas. O son ellos los que se van. Después de más de 20 días en ruta dudo que pueda ser de otra manera. Honestamente, tampoco sé si me gustaría que fuera de otra manera.
Últimamente, me está dando por compararme con otros mochileros con los que voy coincidiendo. He llegado a la conclusión de que los hay de tres tipos: El tipo 1 estaría representado por los anglosajones (británicos, sobre todo). Viajan por períodos medios o largos (6 meses ó 1 año) y normalmente acompañados. Buscan, sobre todo, la fiesta. En todas sus vertientes (alcohólica, sexual, deportiva). Son los reyes de los Hostels, porque, al menos en Sudámerica, al no hablar la lengua, participan en todas las actividades que éstos organizan. En este segmento hostelero son muy bienvenidos. No suelen estar muy interesados en las costumbres locales, ni en tratar con lugareños. He conocido a varios y, como en Montevideo, he salido con ellos. Esta experiencia les supone un paréntesis antes de sentar la cabeza o retornar a una cotidianeidad convencional. Lo que les hace decidir sus destinos es la posibilidad de sentir una euforia física. Media de edad: veintipico.
El tipo 2 viene representado por caracteres más centrados. Con una edad superior al perfil anterior, en muchas ocasiones viajando solos. Su propósito está estudiado. Les gusta, no sé, el tango, la montaña, o aprender la lengua, y están aquí para completar una vivencia iniciada tiempo atrás y a muchos kilómetros de distancia. Se trataría de cumplir un objetivo. No se sociabilizan mucho contigo, a menos que tengas esa afición en común y lo manifiestes desde tu aspecto.
Creo que pertenezco al tipo 3. En cierta manera es una mezcla de los dos anteriores, pero con una diferencia sustancial. Al intentar combinar la fiesta con la voluntad de conocer los lugares y sus personas, tienes el pie cambiado más de una vez. Para empezar, el tiempo del que dispones cuenta. No puedes quedarte un día entero, como hacen los del tipo 1, sin salir del hostel. Además, como no has diseñado detalladamente tu programa, como los del tipo 2, tomas tus decisiones sin una base clara. Por mucho que lo pienses, haces finalmente lo que se te pone a tiro, más allá de lo que habías previsto. Por este motivo, es imposible que en tu agenda quepa todo lo que te interesa; o sea: terminas yendo a lo fácil. Me ha costado aceptar esta realidad, pero no va a dejarse frustrar uno en una aventura tan elegida como ésta.
Antes de llegar a Sudamérica no había decidido donde dormir. Por una cuestión económica y de comodidad. Me planteaba si me convenía gastarme más, pudiendo afrontar el gasto durante 2 meses seguidos, para no tener que compartir, por ejemplo, habitación; o, por el contrario, guardar el dinero para otros fines. Ahora, voy de hostel en hostel, aunque la cuestión del precio (de lo más barato) no sea el motivo principal. Me aprovecho de la infraestructura de una asociación llamada Hostelling International. Me he hecho hasta socio. De esta forma, me ahorro perder una mañana o una tarde a la llegada a cada sitio. El camino fácil. Claro que, es un poco como estar en la burbuja de los-mochileros-del-mundo-uníos, dominada por el tipo 1.
El caso es que el dinero que no gasto en alojamiento y pudiera consumir, sin ir más lejos, en gastronomía, tampoco tiene un empleo fácil. Cuando no es por falta de hambre o por el calor, no consigues dar con un buen restaurante. Si das con él, pero no tienes compañía, controlas un poco la celebración, ya que no te vas beber una botella entera de vino. Al final, hasta para esto necesitas un mínimo de planificación. Los del tipo 1 y los del tipo 2 están organizados, tú no.
En definitiva, lo que te demandas a ti mismo es un cambio constante. Te concentras en lo que tiene de distinto cada situación, y esperas a ver donde te lleva. Las conversaciones circunstanciales con la gente local suelen ser muy satisfactorias, porque estimulan mi curiosidad. Sobre su modo de vida y su perspectiva de las cosas. Al menos a mí, me hacen vivir la ilusión de que pertenezco a ese contexto, aunque sólo sea por unas horas. Mi personaje lo agradece.
Sirva como aclaración que algunos festines culinarios me he dado, sólo y con mis compañeros del camino. Y también que entre los mochileros he compartido más de una vivencia enriquecedora. Lo dejaremos, no obstante, para futuras entradas.

[En el primer término de la foto un tipo 2 concentrado en su portátil, detrás el tipo 1 en la Playstation]

Mitomanía

- Soy, por naturaleza, poco mitómano. No encajo en el perfil de los que sienten devoción por una figura a la que no tratan personalmente. Menos aún, si es imposible, porque, por ejemplo, esa persona haya fallecido ya. Tengo, claro está, como todo el mundo, mis pasiones; reconociendo y admirando el talento y el tesón ajenos. Como fuente de deleite o de inspiración. Además, trato de ser consecuente con mis actos, máxime si los pongo por escrito.
Llegué a Córdoba, la segunda población argentina (1 millón trescientos mil habitantes), después de visitar Rosario (la tercera, con 1 millón cien mil). Era casi un trámite, una escala técnica entre dos destinos muy alejados. Me habían comentado que la ciudad quizá no fuera muy atractiva, pero las Sierras Centrales que la rodean valían la parada. Como casi siempre en este viaje, mi información no estaba contrastada, ni sabía muy bien a qué iba. Sin embargo, allí estaba.
En el trayecto había conocido a Belén, alumna de óptica, que se desplazaba desde su pueblo a otro distante unos pocos kilómetros más allá, donde reside por estudios durante la semana. Lo bueno de juntarse con lugareños es esto: poder tratar con gente tan relinda como ella. Intercambiar comentarios sobre las formas de vida propias, el uso de ciertas palabras en español o las expectativas sobre el futuro. Cualquier tema vale si despierta una actitud amistosa. Belén tiene un bonito recuerdo de cuando fue con la banda municipal al norte de Italia. Dice que ya no toca el saxo, pero que mantiene contacto con la familia que la alojó. En cuanto a su formación, había empezado inicialmente Comunicación Audiovisual en su provincia, pero ante la convicción de que Córdoba no es el centro de esa industria en Argentina decidió cambiar. Está muy arraigada y no le gustaría tener que marcharse. Me llevé la agradable sorpresa de que, a veces, estos encuentros se prolongan. Belén se ha convertido en seguidora de este blog. Quién sabe, quizá nos volvamos a ver...
Sólo me quedé una noche, porque quería continuar a Mendoza. A la mañana siguiente, junto con Ricardo, portugués venido a Sudamérica para trabajar en una ONG en Chile, decidí llevarme alguna impresión del sitio. Fuimos a Alta Gracia, en las Sierras de Córdoba. La sequía está afectando estos parajes eminentemente agrícolas. En esa pequeña localidad rescataron a principios de esta década una vivienda unifamiliar para convertirla en museo. La casa donde pasó su niñez y adolescencia, entre los 4 y los 16 años, Ernesto Guevara. Sus problemas con el asma habían aconsejado su traslado a un clima más seco, como éste. Debía haber nacido en esta provincia y no en Rosario. Sus amigos, sus notas en el colegio, testimonios retrospectivos de su temprano liderazgo, su aventura en moto junto a Alberto Granado. Hasta llegar a El Che. Fidel Castro y Hugo Chávez firmando en el libro de honor. Imbuirse del mito. Del icono. Para mi personaje, fundamentalmente un viajero. Panamericano.
De paso, también acudí a la casa-museo de Manuel de Falla. La austeridad del hombre. La sombra de la guerra civil española. Viajeros que se van y no retornan. O que dejan, si quieres, su huella.

Patria












Mamá, esta ciudad se llama como tú y me tomé en serio averiguar cómo trata a sus hijos. También tenía otros asuntos en la agenda: encontrarme con las hermanas de Marisa (compañera de trabajo de Manolo, a las que lamentablemente no pude conocer) y descubrir si las "minas" locales eran tan guapas como me habían dicho. Antes de partir a Rosario desde Puerto Iguazú, me surgió una apuesta con una recepcionista del Hostel a propósito de quién podría ser el deportista de referencia en la localidad, cuyo motivo y resultado final encontrará el lector a su debido momento.
Las visitas de rigor me llevaron inicialmente a la Costanera o paseo litoral. Era sábado noche y tenía bastante ambiente; jóvenes, mayormente, comiendo y bebiendo en terrazas. Exactamente lo mismo que hice yo, siguiendo una indicación de Federico, del Hostel La Casona de Don Jaime. Me cené una ensalada de papas con atún y no sé qué ingrediente más, ya que, aunque no lo haya contado aún, el asado ya lo había degustado varios días seguidos. Después de tener una breve conversación con una pareja de veinteañeros de una mesa cercana a la mía, se me abrían varias posibilidades para esa jornada y las siguientes. No obstante, tenía cansancio acumulado y no iba a aguantar lo suficiente como para comprobarlas todas.
Me encaminé hacia una de las referencias obtenidas, el Café Berlín, donde suele haber actuaciones. En esta ocasión, el escenario lo ocupaba un grupo de teatro con una obra de crítica a la televisión. La gente se reía. Entre los presentes, efectivamente, muchas mujeres, incluídas las camareras, de buen ver. Me entretuve hasta que el sueño me pudo y decidí irme a dormir, aunque me quedaron ganas de quedarme. En el regreso paso por la Plaza de la Cooperación, presidida por un enorme mural del Che. Próximo quedaba el lugar donde nació. Días después, cuando me acerqué, me sorprendió que aquel acontecimiento apenas se citaba en un pequeño cartel al frente de la fachada de un edificio habitado por clase media acomodada. ¿Es así como Rosario trataba a sus hijos, con displicencia?
La apuesta que surgió en Iguazú consistía en encuestar a 5 hombres y 5 mujeres sobre la figura deportiva local más importante. Surgió como una coña, a propósito de que dije que era la tierra del futbolista Leo Messi y que, seguro, me iban a mostrar su casa. Su contrincante era Luciana Aymar, jugadora de Hockey sobre hierba multigalardonada. La apuesta me dió una excusa para hablar con lugareños y lugareñas mientras pateaba la ciudad.
Buscando huellas sobre las criaturas de Rosario, apunto la siguiente inscripción: "Juremos vencer a los enemigos interiores y exteriores y la América del Sur será el templo de la independencia y de la libertad". Puro panamericanismo, pero la frase no es del Che. La pronunció el general Belgrano, uno de los líderes de la independencia y creador de la enseña argentina. De hecho, Rosario cuenta con un Monumento a la Bandera, por haber sido su cuna en aquellos tiempos convulsos de principios del siglo XIX. Un grupo de escolares hace formación para inmortalizar su tributo a este símbolo nacional. Sus profesores intentan con dificultad que se organicen adecuadamente. Me resulta extraña la devoción profesada. La patria como clave de tu identidad. No es una cuestión secundaria: entender a los otros es imprescindible para saber quién soy. Al menos, como personaje de este relato pequeñito.
Gano la encuesta. Messi es elegido por 6 personas, Aymar por 3, Bielsa (entrenador de la selección chilena de fútbol) por 1. Mi excusa para entablar conversación ha generado alguna situación curiosa. Al abordar a varias pibas para saber su opinión sobre asunto tan crucial, despierto inicialmente desconfianza; a los tíos, también, pero por otros motivos. Deben estar muy acostumbradas a que las piropeen o las interrumpan con cualquier pretexto. El mío debe ser de los pelotudos, ya lo sé, pero soy extranjero y actúa el beneficio de la duda. Prometo que mi fin es loable: todo por la ciencia. Finalmente, hasta despierta curiosidad. Eso sí, una vez resuelta la incógnita cada uno sigue su curso.
El General Belgrano aparece de nuevo ante mí. Una delegación de ex combatientes de las Malvinas se congregan en el Hostel. "Bienvenidos a quienes nos defendieron!!! Delegación Punta Alta", escrito en la pizarra del vestíbulo. Uno de ellos entrega una lámina al dueño del negocio, con una foto del Crucero General Belgrano "a horas de su última zarpada, Ushuaia 1982. Por siempre estarás navegando en nuestra historia" (fue hundido con su tripulación de 323 militares, de un total de 649 bajas argentinas en el conflicto).
Entro en la cocina y me topo con ellos.
-¿De dónde sós?, inquieren.
-¿Encuentro entre viejos camaradas?, me atrevo a decir.
-Nos juntamos una vez al año para hacer una olimpiada deportiva.
No tienen, como si vi en la Plaza de Mayo bonaerense, un afán reivindicativo. La mayoría son o fueron soldados profesionales. Cobran su paga como ex combatientes. Se juntan para curar una herida invisible. Una guerra que perdieron. Una vida truncada desde, incluso, los 16 ó 17 años. Los camaradas, con los que no se habla de lo que pasó, pero que son los únicos que pueden comprender ese hondo sentimiento. Ese miedo que no te abandona y que intentas borrar participando en un partido de fútbol, mientras das apoyo a tu equipo o clamas contra las injusticias del árbitro.
Soy el extranjero aquí, no hace falta que me lo recuerden. Sus sentimientos no me resultan indiferentes, sin embargo, por eso quiero detenerme con todos los que se cruzan en mi camino. ¿No he venido a eso?

Alias

Por si acaso se convierte en una costumbre, ésta es mi foto correspondiente al día vigésimo. En este tiempo me ha llamado mucho la atención cómo los argentinos emplean los apelativos para referirse a un rasgo físico de la persona. Lo incorporan como un mote con igual valor que el nombre y el uso a veces es sustitutivo. Cualquiera puede tener uno y los hay desde los muy específicos hasta los comunes. Entre éstos últimos se puede escuchar, según mi propia cuenta y riesgo, 5 categorías: indio/a, flaco/a, gordo/a, pelao/a. Y el que me han dado a mí, que acepto de buen grado, "negro". El negro Iván.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Fronteras 2

En la entrada anterior se me olvidó mencionar un detalle. En muchas de las tiendas, no en los tinglados callejeros, contaban con seguridad privada. Esos agentes iban armados con pistolas. Pero del pecho les colgaban, igualmente, escopetas de cañón recortado, con la boca apuntando al suelo. En la cintura los cartuchos, por si hubieran de necesitarlos. El dedo en el gatillo. En todo tipo de negocios, desde joyerías o lencerías a establecimientos de ropa deportiva.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Fronteras
















En la ida en ônibus a Iguazú (en realidad a Foz de Iguaçú, ya que venía de Sao Miguel das Missoes) hice lo que suelo hacer siempre: fijarme en las personas de mi alrededor. Para mí no tiene sentido viajar sólo por la curiosidad del lugar. Por muy maravillosa que pueda ser su naturaleza o su arquitectura, si no contacto con la gente local la experiencia me parece incompleta. Me gusta sentir que, al menos temporalmente, formo parte de ese entorno. Y para creérmelo, necesito entender qué mueve a mis semejantes. En tal trayecto esa voluntad resultó ardua. Por mi desconocimiento del portugués me tuve que limitar a observar y a intentar interpretar los sonidos. Una cosa sí me pareció clara: no hacían turismo. ¿A qué iban?
Justo antes de llegar al destino comenzaron a aparecer carteles que invitaban a visitar la Mona Lisa de Paraguay. Incógnita pendiente de resolver. Una conversación robada hacía hablar a dos mujeres de mediana edad sobre su propósito de comerciar en Paraguay. ¿Paraguay? En los límites del final del río Iguazú, unos pocos kilómetros después de las cataratas, se encuentran las fronteras de tres países: Argentina, Brasil y Paraguay.
Mi primera experiencia de frontera en ese límite consistió en pasar, a mi llegada, de Foz a Puerto Iguazú. Tuve que montarme en dos ônibus, uno en la estación central y otro en una estación complementaria que derivaba a la parte argentina. El segundo de ellos se paraba en el control brasilero sin esperar por ti, con lo que, tras mostrar tu pasaporte, estabas obligado a esperar al siguiente servicio. Un recorrido de pocos kilómetros que llevaría más de 90 minutos. Ese mismo día y por aprovechar el tiempo, volvería a Brasil otra vez. En este caso para entrar en la zona de sus cataratas. Dos sellos de entrada y dos de salida con unas pocas horas de diferencia. Trámites para turistas.
Cuando ya había cumplido con los Iguazú brasileño y argentino, contradiciendo mi previsión de estar allí dos jornadas, decidí permanecer una más. La razón: contactar con las formas de vida de la gente local, marcadas por la existencia de una frontera entre tres países con características distintas.
Lo que me habían contado presentaba rasgos muy llamativos. Una población desarrollada a partir de las oportunidades de estar en la frontera. Ciudad del Este, la segunda en importancia en Paraguay, justo después de su capital, Asunción. Uno de los mercados de referencia para el contrabando, donde se podían comprar armas de largo alcance, drogas y mujeres o niños esclavos. ¿Sería verdad?
Llegar a Ciudad del Este desde Puerto Iguazú era una operación sencilla. Bastaba pagar el billete de un transporte regular que, parando en el control argentino, pero no en el brasileño (a pesar de atravesar Foz; aunque, eso sí, sin abrir las puertas), te dejaba en el lado paraguayo del curiosamente denominado Puente de la Amistad. Entonces, tiendas, tinglados y vendedores ambulantes ofreciéndote sus productos. Los grandes almacenes Mona Lisa presidiendo esa calle central, repleta de brasileños y argentinos en busca del mejor precio.
No pude comprobar que se traficara con mercancías de naturaleza criminal, aunque me quedó la impresión de que podía ser posible. Mucha electrónica, mucho textil. Tiendas, por ejemplo, de toallas que vendían igualmente ventiladores. Cuando me enseñaban material que rechazaba con un "no, gracias, no me interesa", me preguntaban "¿qué buscas, amigo?". Imagínate indicarles la curiosidad de valorar las calidades de algún misil, para, después de verlo, decirles que ya volverías a por él en otro momento, que te lo tenías que pensar. Un vendedor que llevaba memorias USB en la mano quiso descubrir en mí a un cliente necesitado, al tratar de colocarme sus viagras... Me fui de allí sólo con 12 pares de calcetines. Sospecho que no, como me habían asegurado, de algodón cien por cien.
No hay puente entre Paraguay y Argentina, por eso había que pasar por Brasil y su Puente de la Amistad. Me lo explicó un guaraní que vendía sus artesanías en el Hito de las Tres Fronteras. Me señaló donde terminaban las aguas grandes del Iguazú y donde conectaban con el Paraná. Una realidad al margen de divisiones políticas o administrativas. Si lo piensas bien, es normal que el país más chico de los tres sea el que juegue al límite. Y que los otros dos lo toleren.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Aguas grandes





Iguazú o Iguaçú, según sea el lado de la frontera. Pero tanto en Argentina como en Brasil, el nombre del lugar donde se encuentran las cataratas proviene de la lengua guaraní. Su significado para aquella cultura no dista de la nuestra, tan dada a convertir lo que nos sorprende en "lo más de lo más". Estas "aguas grandes" pertenecen verdaderamente a ese catálogo. Y si tiene algún valor decirlo, mi recomendación de visitarlas, ya que ninguna imagen, ningún sonido, hará justicia a la experiencia obtenida allí.
Iba, lo reconozco, con el prejuicio de acudir a un parque temático. Había visto, como tanta gente, fotos y vídeos espectaculares. Y eso, a veces, es un problema: vas al sitio sólo para comprobar lo ya registrado. Pues sí, existe. Sin embargo, ya no pienso que sea un parque temático, dedicado a disfrazar situaciones para generar impactos sensoriales o emocionales. Aquí la naturaleza habla en voz alta. Quienes han convertido a Iguazú en una cita ineludible en el paquete de las maravillas de la tierra, lo han hecho exquisitamente. Sin invadirla. Para no despertar a la bestia. Te hacen recorrer el espacio por senderos y plataformas metálicas suspendidas, a través de las cuales la selva sigue su camino, ya sean sus animales o sus plantas. Compórtate como un invitado.
A mí las cataratas aún me superan. No me resulta fácil explicar lo vivido. No cuenta lo visto, ni lo oído; lo registrado con anterioridad, audiovisualmente, no vale. La piel húmeda golpeada por las "aguas grandes", quizá sea eso. La epidermis atravesada como una hoja de papel.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Las horas

Ruinas

Sao Miguel das Missoes debía ser una parada intermedia entre Porto Alegre e Iguaçú. Otra jornada de más de 10 horas en ônibus, sí, pero mejor que un recorrido maratoniano entre uno y otro punto. Me dijeron (creo que fue Pepe) que valía la pena parar allí. Ciertamente es así. Llego a las 16:30 con un sol que raja las piedras. Me bajo del colectivo en este pequeño pueblo y recibo las miradas de todos los que se encontraban en la estación. Algunos de los nativos van ataviados a la manera gaúcha (bigote largo, sombrero de ala ancha, pañuelo, botas). Pongo cara de póker y me dispongo para encontrar la posada donde ya he reservado para dormir esa noche. Una vez instalado en una cabaña de mochileros ocupada sólo por mí, me voy a dar una vuelta por los alrededores. Esta parte de la región de Río Grande del Sur vive fundamentalmente del campo. Cuando no es temporada de trigo como ahora, se cultiva soja, y también girasol y millo. Mi paseo me lleva a lo que parece ser el centro del pueblo: la gasolinera.

Veo pasar repetidamente a parejas de motoristas y observo cómo muchos de ellos están simplemente yendo de un extremo a otro de la población. Serviría de argumento para más de una película de Hollywood sobre adolescentes americanos. Prueban sus vehículos, se retan. Como no parece abierto ningún lugar donde cenar (el calor me ha quitado el hambre, de todas formas), compro un paquete de papas y un refresco y me siento en una terraza en frente de los surtidores. Me siento como un personaje de Jarmusch. Me miran, les miro, pero no hablamos. Extraña manera de pasar una tarde de día festivo, aunque siempre haya sido una ocasión propicia para acudir al cine.

Al margen de la vida cotidiana de los habitantes de San Miguel, lo que atrae a los visitantes son las ruinas de lo que en los siglos XVII y XVIII fue una "reducción" misionera. En este área los jesuitas contactaron con los nativos y fundaron aldeas estables. En una como ésta pudieron vivir unas 4.000 personas, generando recursos económicos propios, a partir de plantaciones de hierba mate, ganado y metalurgia. Tuvo su apogeo entre 1690 y 1750 y este modelo de evangelización se extendió a Paraguay y Argentina. El Tratado de Madrid, por el que España cambió con Portugal este territorio por Colonia del Sacramento (aquella ciudad uruguaya del Río de la Plata que no pude visitar por falta de tiempo), acabó con esto: obligó a los indios a emigrar y provocó la expulsión de los jesuitas. Con invasiones, resistencias y muertes numerosas.

Por la noche ofrecen un espectáculo de luz y sonido. Nos juntamos unas 40 personas, brasileñas todas, creo, excepto yo. En medio de un paisaje tropical, voces y músicas de culturas perdidas. Las sombras de lo que fue la iglesia impresiona. Al irnos me fijo en un grupo de guaraníes (los antiguos pobladores) que venden sus artesanías. Collares, flautas, arcos y flechas. Todas con sentido decorativo. Me sorprende que todavía queden miembros de aquellas comunidades, pues los ejércitos español y portugués se aplicaron duramente. Me pregunto si estos pocos guaraníes aportan también un valor decorativo a este Patrimonio de la Humanidad.

Durante el desayuno, coincido con una pareja de brasileños y un trío compuesto por dos mujeres del país y un argentino. Habla el hombre. Cuenta sus proezas amatorias, explicando cómo debe hacerse para no eyacular durante 13 sesiones seguidas. Me entero que este señor pudo ser el marido de Aitana Sánchez-Gijón. Según relata él mismo, cuando la actriz fue a Bs As, un amigo común le pidió a él que le hiciera de guía. Se negó, si no hubiera sido así... porque quien le sustituyó es su actual pareja. Voy a describirlo por si alguien se lo encuentra. Voluminoso, 70 años, pelo y barba blancos. Me quedé con ganas de preguntarle su nombre. Su profesión no, ya la sé: profesional de la industria de la ficción.

martes, 3 de noviembre de 2009

Sean bienvenidos a la tierra de los regalos





La región de Rio Grande do Sul, de la que Porto Alegre sería ciudad de referencia (con su más de 1 millón de habitantes), cuenta con una sierra rica en madera y piel, sus dos fuentes principales de riqueza. Me han hablado de dos poblaciones que conviene visitar: Gramado y Canela. En una línea directa son dos horas para ir y dos para volver.
La vegetación es frondosa todo el camino. Refrescante vista desde el ônibus, dado el calor exterior. Como se celebra el día de los difuntos, el paisaje contrasta con las flores de los cementerios. Adivina quién estuvo en Gramado. Lleno de casas con aire alpino. Descendientes de bávaros, quienes desde finales de los 60 han tratado de convertirlo en destino turístico. Importaron su costumbre de beber cerveza en grifos individuales, y la oferta de marcas alemanas es inmensa. Cuenta, incluso, con una muestra de cine (como Cannes, Venecia o San Sebastián), con muchas ediciones a sus espaldas. Realmente, al ser festivo hoy, congrega a muchos visitantes; la mayoría, brasileños. Caminando por la calle principal se nota que, aquí, el nivel de vida es alto. Las numerosas tiendas de pieles y calzado esperan clientes. Letreros ofreciendo trabajo.
Para completar el escenario, hay una aldea de Papá Noel. Justo lo que le falta a San Lorenzo del Escorial (al que me recuerda). No voy, porque es cuesta arriba y me gusta llevarme la sorpresa cuando abro los regalos. Se venden recuerdos de Santa Claus en todos lados. Algunos saltando en paracaídas. ¿Será el señuelo que buscan para potenciar la práctica de deportes de aventura?

Sábado tarde



Llego a Porto Alegre a las 7, después de 11 horas de ómnibus desde Montevideo. Pese a la duración, fue un trayecto cómodo. Compré un billete de sillón-cama, que reclina casi completamente el respaldo. Me ofrecieron una cena caliente (pollo con zanahorias y arroz) y una fría (sandwiches). Desayuno también me dieron, aunque, más frugal, contaba con la cena fría no consumida. En la parte baja, de 9 posibles, sólo 2 pasajeros y yo. En la parte alta, los billetes de precio menor. Entablo conversación con Sebastián, financiero uruguayo, natural de Pando, provincia de Canelones, fundada por canarios. Sus amigos se olvidaron de comprarle el billete de avión y tiene que viajar así. No va a Porto Alegre; su destino es la sierra, donde hará rafting aprovechando el puente de los difuntos. Ha recorrido extensamente Sudamérica y se queda con Cali y Medellín (Colombia), por las mujeres, y Brasil, por las playas. Tiene sugerencias para cualquier parte y últimamente ha descubierto Cuba. "Vete ya, antes de que se muera Fidel", me recomienda.
La oficina de Informaciones Turísticas no abre hasta las 9. Tengo que esperar. Veo a un par de mochileros (chico y chica) que me suenan del ómnibus. Me acerco a ellos. Son de California. De un pueblo conocido por su estación de esquí. Tampoco Porto Alegre es su destino. Harán trasbordo para Florianópolis, en busca de playa. Son las 9. En la oficina turística resuelven varias de mis consultas y me dan algunos teléfonos donde alejarme, pero la gestión la tengo que hacer yo. Llamo al primero, el más barato. No nos entendemos en portuñol, me cuelgan. Intento en el segundo. Nos entendemos, aunque inglés no habla mi interlocutor, "sólo soy un estudiante", aclara. Pese a ser un hotel en el centro, la diferencia no es tanta (70 reales, menos de 30 euros, la noche).
Me dirijo allí en el metro. Una parada. Los lugares comunes me vienen a la mente, tan pronto miro alrededor. Futebol. Muchas personas vestidas con camisetas. Mujeres también. Azules rayadas del Gremio, rojas del Internacional, los dos equipos principales de la tierra. Una valla publicitaria ofrece los servicios de la "Casa africana do reixo dos orixas de Maria Santos", quien "resuelve todo tipo de problemas, algunos ya mismo". Desde "casamento urgente o negocios embaraçados [complicados]", hasta "deshacer brujerías hechas en cementerios".
Listado de sitios que visitar en Porto Alegre. El Mercado Municipal, concurrido por ser sábado, con una planta superior, en la que atienden varios restaurantes. El japonés parece el más popular. El Festival de las Flores, en una carpa cercana al mercado, evento temporal. Igual que la Feria del Libro. También me señalan en el mapa la Rua da Praia Shopping, la Casa de Cultura Mario Quintana y la Usina do Gasómetro. Todo en la calle Dos Andradas. La sigo porque me lleva al lago. He venido a Porto Alegre por la curiosidad de haber sido sede del Foro Social Mundial. No es un destino turístico.
Frente a la Usina do Gasómetro, la antigua central energética, reconvertida recientemente en centro de arte (exposiciones de videocreación, a la par que de futbolistas locales de la selección brasilera), parten varios barcos. No van al Lago Guaíba, sino al Delta do Rio Jacuí. Para mí que es lo mismo. Agua antes mis ojos. En el barco encuentro familias con niños y parejitas de adolescentes achuchándose.
Navegar resulta ser una afición masiva. Empiezan a sucederse las lanchas rápidas, algunas tirando de alguien haciendo esquí. En la zona del Delta observo muchas casas de postín. Terreras, con amplios jardines y muelle privado. Supongo que los dueños de esas viviendas son los que se divierten dando vueltas con sus fuerabordas. Nos saludan. La panorámica sobre Porto Alegre es espectacular. Un esquiador cae al agua con estrépito. Las parejitas de adolescentes lo celebran con sorna. Paseo del sábado por la tarde.

lunes, 2 de noviembre de 2009

10 primeros días

Los británicos sueltan un"cheese" cuando se van a fotografiar. En muchas partes de Espanha, he oído decir "pa-ta-ta". Los mejores son, sin embargo, los argentinos, pueblo selecto como el que más. Ellos se salen con su palabra. Qué fácil sonreir mientras uno emite un "whisky". Presencié como un padre insistía para que sus hijos, de 7 u 8, cumplieran con el término. Por un momento me pareció un cuento de Bukowski.
Esta imagen muestra mi estado actual, después de 10 días en ruta. Es lo que hay. Ni peor, ni mejor. Por cierto, aunque mi relato sigue un orden cronológico, no es simultáneo. Va con unos días de retraso. Este autorretrato recién levantado lo hice ayer. Ya no estaba en Montevideo y tampoco estoy ahora en ese lugar. En ruta.

Luna y estrellas











Después de subir a la Torre Antel, de 160 metros de altura, centro de operaciones de la empresa estatal de telefonía, mi visión de Montevideo adquirió otra impronta. La panorámica sobre la ciudad ofrecía aspectos que mi paseo en torno al casco histórico no me había mostrado. Arboledas, edificios modernos, un trazado de manual de urbanismo. La panorámica, además, me hacía recordar el origen del nombre del lugar. Las tres posibilidades manejadas por los historiadores hablan de un monte avistado desde el mar. Imprescindible, por tanto, hacer lo mismo desde tierra. En la foto de la izquierda puede observarse la torre de la Casa Salvo [ver entrada "MVD"], un ejemplo de la riqueza de una época.
También pude divisar la inmensidad del fondo acuático. Para mí, es inconcebible que no sea el mar, sino el omnipresente Río de la Plata. Para probármelo a mí mismo tuve que pisar la arena de la Playa de Pocitos y remojarme los pies. Sí, era agua de río, su espesor arrastraba sedimentos del fondo. Estaba fresquita, aunque no me llegué a meter del todo. Por ese lado de la costa, hacia el sudeste (el centro está al suroeste) hay otras muchas playas y la expansión de la ciudad contemporánea, que refleja una actividad económica equivalente al de otras capitales. Las primeras impresiones no son definitivas.
Era miércoles y el grupito con el que me había juntado en el hostal quería comprobar la noche montevideana. Nos recomendaron un boliche o discoteca llamada "Azabache". Era la noche de la salsa. Ambiente guapo, bailarines entrenados y un descubrimiento: la cumbia vieja. Ni había oído hablar de este ritmo, ni suponía que fuera autóctono. Aunque lo mejor vino al día siguiente. Otra recomendación nos llevó a La Diaria, un local que combina café y redacción de un periódico "alternativo", donde iba a celebrarse una actuación de candombe electrónico. Fue una experiencia genial. Me compré el CD de los artistas, agrupados por Tatita Márquez (www.myspace.com/tatitamarquez ). Hablando del asunto con la gente del Ciudad Vieja-El viajero, Nati me contó lo importante que era el candombe para ellos, en el contexto del carnaval. Me dejó fotografiar su tatuaje, alusivo a esa música percusiva de orígenes africanos: la luna y las estrellas.
Es de noche y me voy de Montevideo. Al final, he disfrutado en Uruguay y me gustará volver.