martes, 24 de noviembre de 2009

Encuentros en la cuarta dimensión (versión ligeramente revisada de "Encuentros")











Parto de Salta a Jujuy, provincia limítrofe con Bolivia. Esta vez, no lo hago solo. Voy a ver paisajes montañosos de una orografía muy marcada. Nada de grises. En lo que se reconoce como la entrada al Altiplano andino. Llanuras a 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Algo me ha debido sentar mal en los días anteriores y el trayecto se presenta incómodo. En la descripción del medicamento que tomo lo llaman "el mal del viajero". Si permaneciera en el mismo lugar no sería gran problema. Pero no puedo, me he comprometido a seguir hacia el norte. Un recorrido que exige cambiar tres veces de ómnibus, y no precisamente los más lujosos. Como la persona con la que voy es una desconocida para mí, las cosas no se ponen fáciles precisamente. Tengo miedo de quedar mal. De ser el centro de atención por un motivo poco heroico. Me encomiendo a todos los dioses paganos que se me ocurren, ya que mi curiosidad puede con cualquier atisbo de tragedia.

Me encontré a esta arquitecta australiana de 29 años, de la que no puedo decir su nombre ni difundir su foto (por estricto deseo suyo), en el último asado del Backpackers City de Salta. Va a estar un año moviéndose por el mundo. De repente, no le ha gustado la ciudad, o al menos lo que se esperaba de ella, y le ha interesado mi oferta. De forma muy educada me ha respondido por correo electrónico que "estaría preparada para salir el viernes, si a mí me venía bien". Pues sí. Claro que sí. Situación nueva.

A la hora convenida nos saludamos en la Terminal. Me da un beso en la mejilla, aunque nuestra familiaridad no pasa de haber tenido una conversación de media hora dos días antes. Desde el principio trato de ser eficaz. Hablamos en inglés, porque su español es muy pobre. Obviamente, las gestiones para comprar los billetes las hago yo. Me siento como un escudo humano. Un caballero protegiendo a la dama. Sin embargo, nadie me lo ha pedido.

Esta chica de rasgos orientales (su madre es china malaya) parece no darse cuenta de mi padecimiento. Menos mal, aunque en cada parada me pongo a prueba. Hasta cierto punto es normal, puesto que tenemos una inquietud compartida: el mal de altura. Puede dar dolores de cabeza, mareos, taquicardia, porque, al ir ascendiendo, la cantidad de oxígeno se reduce. Ella aporta unas píldoras específicas que se ha traído de su país, yo, por mi parte, las hojas de coca que me regaló Montse.

Las primeras conversaciones, impulsadas por mí, son las de rigor. ¿Qué te ha gustado de lo que has visto ya?, ¿a dónde te gustaría ir en los próximos meses?, ¿y después de Jujuy? En el fondo tengo la necesidad de averiguar sus motivos para estar conmigo. Me explica que, mientras yo pienso continuar para Bolivia, ella girará para Chile. Quiero seguir preguntando. Decido, no obstante, parar la grabadora. Que alguien se canse de ti en las primeras horas sería una frustración inaceptable.

En el Cerro de los Siete Colores de Purmamarca hacemos nuestra primera parada no técnica. Para observar las imponentes montañas, convertidas en espectáculo. ¿Vamos por esta calle o por la siguiente? ¿Atravesando la plaza o por el camino más corto? Aunque a los dos nos da igual, evitamos tomar decisiones para no condicionar al otro. Confieso que, de reojo, busco los baños cercanos, por si acaso. Nos enseñamos las fotos que vamos sacando, una manera de compartir el momento. Algunos elementos o encuadres aparecen inicialmente en una cámara, luego en la otra. Nos copiamos.

Atardece. Antes de dar una vuelta por Humahuaca, nuestro último destino de la jornada, buscamos alojamiento. Recibimos algunos ofrecimientos tan pronto bajamos del colectivo, pero decidimos comparar. Lo que está escrito en la guía es una referencia, pero los nombres de las calles no están indicados propiamente. Su exigencia es que el sitio esté limpio. Necesita verlo. Especialmente el baño. Damos con uno mencionado en el libro. Entramos. Lo primero que nos preguntan es si estamos juntos. Bueno, somos compañeros de viaje. La respuesta no parece ser clara. Nos dan a elegir entre tres posibilidades. Habitación doble con cama de matrimonio. Doble con dos camas. Dormitorio a compartir con más gente. Miro su rostro. A ver qué dice. Traduzco. La doble con cama de matrimonio, descartada por el precio. ¿Y la de 2 camas? Un poco deprimente. Por exclusión, el dormitorio comunitario. El dueño del hostal se marca una alternativa más. Doble de dos camas en otra ala de esta antigua casa con patio. Con baño exterior, pero de uso exclusivo nuestro. La diferencia de precio es ridícula, respecto del dormitorio compartido. Esta vez hablo yo. Ella me mira con atención.

Amenaza de tormenta mientras paseamos por Humahuaca. Si empieza a llover de verdad, las Peñas Blancas no van a ser un refugio. Caen algunas gotas. Nuestros cuerpos se doblan para caber en lo que hay, una especie de horno para hacer fuego a ras de suelo. Quedamos sentados. No le convence mucho la idea de hacer una foto de ambos, pero accede. No es para tanto. Tormenta sin agua.

Tiene hambre, yo no. Pide una pizza, que se queda casi entera. Le falta otra boca. Se va a dormir. Me quedo hablando con dos chicas francesas. Cuando entro en la habitación, está en el séptimo cielo. Hago el menor ruído que puedo.

En Iruya, el alojamiento tiene características similares. Salvo, por el hecho, de que es una casa de familia. Por el mismo precio nos dan un cuarto para los dos. A los ojos ajenos, somos una pareja.

Llevamos un ritmo similar. Despacito. Me pide que practiquemos su español y lo hago encantado. Me da pie a iniciar mi interrogatorio. Sí, en cierta medida, está aquí porque se ha sentido en crisis. No le gustaba su trabajo, aunque, por suerte, su gente le ha apoyado. Ahora no piensa mucho en ello. Sí, es buena haciendo eso. Le cuento mis planes y le renuevo mi voluntad de seguir juntos. No, en este momento le llama la playa. El Pacífico. Nos cruzamos con dos niños, hermanos, Gastón y Érika. Se empeñan en que los convirtamos en modelos fotográficos. En el parque infantil, subidos en todas las atracciones. Su cámara es mejor que la mía. Apunta en mi dirección, ya que los niños están conmigo. Luego, hago yo lo mismo con ella. Una más, una más. Alegría. Nos reímos. Son como nuestros hijos.

Esa misma noche, en una cena conjunta con otras personas conocidas allí, alguien le ofrece irse a Chile. En una furgoneta Renault Kangoo, ocupada por un argentino y una española. No tiene asientos en la parte posterior y son muchos los kilómetros por delante. Ya de vuelta en el dormitorio, no consigue decidirse. Me gustaría que siguiera conmigo, pues me agrada su compañía. No obstante, le doy mi opinión, los pros y los contras, sin interferir.
A la mañana siguiente, cuando tiene de plazo hasta las 11 para contactar con sus porteadores, cuenta su dilema a varios de los huéspedes. Todos se marchan. Una americana de Kansas City le pide que si no va ella, le deje su puesto. Hablan por hablar, porque ni siquiera tengo claro que los dueños del vehículo quieran compañía. Desaparecen. No puedo decirle que le echaré de menos.
Si alguien conoce el paradero del vehículo citado, comuníquelo a este servidor.

4 comentarios:

  1. ¿¿¿¿¿¿??????? ¿¿¿¿¿¿¿¿??????? ¿¿¿¿¿¿¿¿???????
    Cosas de la edad.
    Semos mayores.
    Si no es vieja no se deja.

    La próxima vez no escatimes en gastos y el resto vendrá solo.

    Saludines majete

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  2. Pues no entiendo.Se tenía que haber quedado contigo, que vales un "Potosí".

    Un querer,
    Mariajo

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  3. Como dijo Borges (creo) "Solo son nuestras las mujeres que nos han abandonado". Ivan ése si es es el viaje , aunque te abandonene todas , te queda su recuerdo y por tanto el recuerdo del camino. JJDomingo.

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