lunes, 28 de diciembre de 2009

Premdevi

Ya estoy en casa, pero echo de menos el periplo. En estos primeros días de vuelta la sensación que tengo es, en contraste con los dos meses anteriores, de estancamiento. En la ruta todo fluía, nada se detenía, ni siquiera por voluntad propia. Antonio ha dicho con acierto que el trayecto físico y el psicológico tienen ritmos diferentes de adaptación. He dormido más de lo que recordaba, puede que fuera una obligación fisiológica por el jet-lag o el sueño viejo, aunque mi cuerpo aún no reacciona. A este estado también contribuyen las navidades, siempre tan aletargadoras. De repente, estando aquí, surgen los compromisos y los asuntos pendientes. Sin ánimo de ser exagerado, encuentro que ya no soy propietario de mi tiempo. Como si las relaciones estuvieran predeterminadas y me viera forzado a atender, bajo la amenaza de expulsión de la sociedad, una agenda organizada por otros. En la comunidad de los mochileros los lazos son, por definición, inestables. Y las obligaciones se resumen en una sola. Al final, cada cual seguirá su camino. Ésa es la única aceptada universalmente.

Precisamente, en las últimas jornadas en Buenos Aires, cuando mi rumbo me traía de vuelta, traté con varias personas sabiendo que no serían vínculos duraderos. Más por curiosidad que por necesidad. Como un observador, más que como un viajero. El venezolano de 20 años Alejandro resultó un hallazgo. Mi primer recuerdo de él le sitúa en lo alto de la estrecha y empinada escalera, justo delante de la habitación, sentado en posición de yoga, con los pies colgados cuatro escalones por debajo y con los ojos abiertos. Era de noche y supuse que estaba en trance. Por el alcohol o las drogas. Quizá estaba haciendo algún ejercicio de respiración para recobrar la conciencia. Me moví a su lado en varias direcciones, pero no pareció inmutarse. Su pelo rizado al margen de cualquier corte armónico, su barba y las gafas que amplificaban su mirada al vacío, lo hacían parecer habitante de una galaxia remota.

A la mañana siguiente, sin embargo, descubrí que había ocupado el mismo dormi que yo. El cuarto tenía 4 literas y la suya, superior, estaba en línea recta con la mía, inferior. Me desperté y fue lo primero que vi. En postura de flor de loto, como unas horas antes. Dado que el techo de la habitación era alto, su porte me pareció mayestático. Como una estatua. Ratifiqué la impresión de que tenía ante mí a un hombre espiritual cuando se bajó de la cama. En vez de utilizar la escalera habilitada en la estructura del mueble, lo habitual para esa distancia al suelo, dio un salto. No fue especialmente estrepitoso, ni siquiera en sus lamentos, supongo que estaba respetando el descanso ajeno. Allí se quedó, levantando los pies como si el piso quemara.

Su vecina de litera, uruguaya, lo convenció horas después para que la acompañara a comprarse un vestido. Era su solución para el calor reinante. Alejandro no estaba muy por la labor, ir al centro, con sus ruídos y multitudes. Él pensaba más bien en un espacio al aire libre, con vegetación, donde poder llenarse de energía y practicar con las bolas. Cuatro al mismo tiempo, según pude comprobar accidentalmente. Se fueron juntos. Por la tarde ella lucía su adquisición, mientras él se lamentaba con discreción por haber perdido el día. Empezaba a convertirme en su confidente, porque criticó a la chica por emplear armas de mujer. "Cuando se lo hice ver, lo negó", comentaba. Nos detuvimos en la descripción del aspecto y el comportamiento de la uruguaya. Ella se fue, regresó a Montevideo, para darse un baño en la Playa de Pocitos, dado que "es verano y dónde mejor si no". Pero su figura fue reemplazada con otra aparición. Divina.

Alejandro es estudiante en Caracas. Aunque le falta poco para terminar una carrera llamada Artes Liberales, los fundamentos de tal titulación (basados en la política y la economía y algo en la cultura clásica occidental) le han incomodado hasta tal punto que se ha matriculado en Filosofía. Es su manera de contrarrestar la lógica de un aprendizaje hecho por y para el dinero. Del mismo modo, salir del hogar familiar le ha parecido un requisito de crecimiento personal, por lo que se ha fijado en Buenos Aires como posible destino. Es el menor de cinco hermanos, tres de la relación anterior de su padre, uno de la de su madre. El único descendiente directo de la pareja es él. De su exploración a una de las sedes de la Universidad estatal (UBA), ha vuelto decepcionado, por "tanto edificio y tan poco verde". Además, la ciudad tiene demasiado ajetreo, "tanta gente yéndose y viniendo". Le he hecho ver que sus conclusiones urbanas no podían salir de su estancia en el hostal. Necesita desesperadamente una señal que le convenza de que éste es el sitio al que volver después de sus vacaciones.

Durante el desayuno, en el que uno que va solo ocupa provocadoramente cualquier puesto amparándose en una regla no escrita de esta colectividad (todo se comparte, salvo aviso específico), pido permiso a Alejandro para sentarme en su mesa. Está acompañado. Me presenta a Marta, una mujer atractiva, inglesa de origen griego y polaco. Por parte de padre y madre, respectivamente. En los últimos 6 ó 7 años ha vivido en Grecia de ser profesora de idiomas. De hecho, al indicarle que no tiene acento de Manchester, responde que se ha acostumbrado a modular su habla de acuerdo a su interlocutor. Me susurra. No sé qué clase de alumno debo ser yo. Alejandro contribuye a este ambiente de misterio, ya que pronuncia un nombre, el alias espiritual de Marta, Premdevi. Es aún temprano, porque no entiendo nada.

Marta sólo ha dormido una noche en el hostel, pero, a pesar de que continuará en Capital Federal, se cambia a otro alojamiento más "movido". Recuerdo sus últimas palabras: está "abierta a cualquier experiencia, dispuesta a detenerse por cualquier motivo, temporal o permanentemente, por un trabajo, una dedicación o una persona". Suena como una declaración. Añádele una música mientras la ves marcharse en un taxi.

Alejandro y yo intercambiamos nuestras opiniones sobre ella. Sobre la estela que ha dejado tras su paso. El venezolano reconoce que tiene su correo electrónico y su tarjeta de visita. La más extraña que he visto en mi vida. Por una cara un corazón rojo, casi un icono de religiosidad ensangrentada; por la otra, una fotografía muy cuidada de su rostro de perfil. Y su dirección de internet, premdevi@, etcétera. ¿Para qué sirva una tarjeta así? ¿Será maestra de yoga?

El indio, de India, huésped de larga estancia del hostal, nos aclara el significado en hindi de Premdevi: "diosa del amor". ¿Con qué propósito se pondría una mujer este mote, mientras luce su mejor imagen en una tarjeta de visita? El indio, de India, no tiene dudas. Es prostituta. Nos quedamos pensándolo. Avanzada la noche, sin haber encontrado una clave para resolver el enigma, Alejandro y yo nos multiplicamos en google. Los portales, los foros, que se nos ocurren. Pero fracasamos en nuestro intento. Afortunadamente, el colega caraqueño no ha podido resistirse y le ha escrito. Con la cortés réplica de Marta también hemos sabido su apellido.

La historia de Alejandro queda ahí. Nuestro camino se bifurcó. A diferencia de lo ocurrido en otras ocasiones, no hago ademán de pedir la dirección de correo electrónico, así que no va a haber posteriores intercambios. Le deseo un feliz aterrizaje en cualquiera de los mundos a los que vaya. Me quedo, sin embargo, con algo suyo. Persisto en las pesquisas sobre Premdevi. Un misterio por resolver para tomar tierra en el mundo de siempre. O la fuerza del viaje, lo desconocido, que aún me llama. En Facebook o, como traduce Artemi, Caralibro, doy con ella. No acierto a resolver el enigma de su sobrenombre. Quizá sólo sea vanidad. Llamarse a una misma "diosa" y del "amor". Una redundancia para fijar la atención sobre su belleza y su capacidad de atracción. O su herramienta para, entre la incertidumbre de un nuevo rumbo en su vida, agarrarse a algo, mientras atisba el horizonte. En las últimas semanas ha estado haciendo amigos. Amigos de Facebook, lo que quiera que eso signifique. Fotos y diálogos de chat. No pienso que en ese contexto hayan sido ni el amor ni la belleza los motores de sus encuentros. Más bien, su condición equivalente de mochilera. De hecho, puede que esa autoconfiguración mítica le sobre si realmente quiere sacar una experiencia reveladora de su periplo.

Ya estoy de vuelta. ¿Qué he sacado yo? Pienso en quién más podría interesarme indagar en Facebook. Automáticamente me viene el nombre de la arquitecta australiana. Está.

Todavía falta una última entrega. Espero escribirla pronto.

martes, 22 de diciembre de 2009

AR 1132

Esta noche vuelvo a casa. Con el cambio de huso horario y los dos aviones, a Madrid, y de ahí, a Gran Canaria, tardaré como un día en llegar. El blog, sin embargo, no termina aún. Me faltan dos entradas más por publicar. Entonces sí creo que el relato estará completo. Estas últimas seis jornadas en Buenos Aires han sido extrañas. Para empezar, mis amigos Euge, Carola y Jorge se marcharon a Venezuela de vacaciones veraniegas y sólo alcanzamos a despedirnos la víspera de su partida. Mi primera estancia en Capital Federal estuvo guiada por ellos, así que he sentido que la ciudad era otra. No obstante, es cierto que me he encontrado con Santiago (el protagonista de "Fuego" y "Asado") y con algunas otras personas.
Fundamentalmente, me debo referir a Manuel Palacio y a su mujer, Suzanne. Mi jefe en la universidad Carlos III ha pasado unas semanas en una estancia investigadora aquí. Ha sido curioso descubrir el efecto de ver una cara cotidiana en un lugar que no lo es. Al menos no en un sentido práctico, que, para mí, se traduce en saber a donde llevan las calles. Andar consultando el mapa es justo lo contrario. De la mano de Manuel, y por su interés académico, visité la ex ESMA (o Escuela Superior de Mecánica de la Armada), el peor centro de detención y tortura de los "desaparecidos" por las Juntas Militares en los 70 y 80. No es un sitio de peregrinaje de turistas, aunque sin duda esta lleno de Historia.
También contacté con Babsi y Christa, austriacas ambas, residentes en Buenos Aires desde hace 3 años y 1 año, respectivamente. Son amigas de Guido y Hugo, de cuando estudiaron en Madrid. Sólo las recuerdo de un encuentro, pero me hacía ilusión dar con ellas. Para hacerme una idea de cómo iban sus vidas. Precisamente, Babsi estrenaba un corto documental titulado Villa Freud que trataba de esto. Su argumento traza un recorrido personal, desde su decisión de dejar Viena buscando nuevos estímulos, hasta su sorpresa por descubrir la influencia de un paisano suyo, Sigmund el psicoanalista, en la sociedad porteña. En su trabajo hay una indagación sobre sí misma y los signos que su bagaje le permite interpretar. Con Christa tuve una conversación un poco más larga, que se resume en la idea de que el espíritu de Buenos Aires es valioso cuando se está en un proceso de autoindagación. En cierta manera las considero viajeras también.
No pude coincidir con Susan, la suiza de Iruya, por sus compromisos, ni con Maider, la donostiarra de mi primera etapa en Buenos Aires e Iguazú, por continuar en la ruta. Habrá que esperar a otra mejor ocasión.
Mi medido extrañamiento en esta segunda etapa se ha visto potenciado porque decidí alojarme en un barrio diferente. Al principio fue Palermo, mientras que ahora ha sido San Telmo. Elección premeditada bajo el propósito de agotar mi experiencia panamericana. Sin embargo, las referencias anteriores no me han servido de mucho y, como el periplo estaba casi en su fin, me ha dado mucha pereza moverme. Lo he hecho, pero a un ritmo pausado. El propio hostel ha resultado ser un centro interesante para esta fase postrera. Podría calificarlo de cementerio de elefantes. Donde se viene a morir como pasajero de la carretera. Tu turno se acerca cuando asistes a la despedida de la israelí que andaba sola (y que se ofendió al comentárselo, "estoy harta de que me lo digan"). O de la profesora de yoga sudafricana, que expresa sus ganas de volver después de un año. Y al consultarle por lo que haría al llegar, entiende la pregunta en clave definitiva, como si le estuviera interrogando por el resto de su vida (no era mi intención), soltando un suspiro. Tras un año en suspenso tendrá que tomar decisiones.
Sí, este hostel no es para los que siguen en curso. No se puede negar su comodidad y su relación calidad-precio, pero le falta un poco más de trasiego. Es pequeño y cuando se viaja solo se necesita que el entorno te favorezca contactar con gente. No es el caso. Dos chicas distintas lo dejaron por este motivo. Cuestión de supervivencia.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Asado










A Santiago, colega de profesión, lo conocí en el hostel de Iguazú. Es natural de la provincia de Buenos Aires, pero vive casi pegado a Capital Federal, en la municipalidad de Vicente López. Su casa en el barrio de Olivos debía ser una parada obligada antes de mi regreso. Cuando nos conocimos mostró sus habilidades como asador, preparando carne de cebú. Es un hombre de palabra y ha cumplido su promesa, realizada entonces. Ha vuelto a enseñar su maestría. Esta vez le he acompañado en todo el proceso. Como una experiencia más de mi viaje. Fuimos a su supermercado habitual a proveernos de la vianda, pero el carnicero tenía poco que ofrecer. Se disculpaba por haber vendido recientemente piezas para una celebración de 400 personas. Ya en un centro comercial, adquirimos costillar y matambre. No había probabo la última, que se dobla mientras está en la parrilla, para protegerla. No me va a gustar la carne de cualquier manera, a partir de ahora. Para los argentinos hacer un asado es tan común que sólo bastó unas llamadas para que varios amigos de Santiago se sumaran a la improvisada invitación, a pesar de lo grande que es la ciudad. Mi sentido del gusto vuelve pleno. En la próxima ocasión, trataré de convencerlo para que me deje hacer algo más. Y tenemos una cuenta pendiente, a mi cargo.

Fuego









El fuego es un elemento clave de la civilización. Sólo está al alcance del viajero cuando se detiene. Sirve para calentarse y para cocinar. Primero hay que conseguir el combustible. En este caso, madera. Y con un hacha abrirla para que sea más fácil quemarla. Luego hay que colocar la pira. En el fondo, papel y cartón; luego, virutas y carbón. Finalmente, los troncos cortados. Se prende en el interior y se agita la llama. Pero todo tiene su método y yo he venido a aprenderlo a Buenos Aires, con un maestro reconocido. Son mis últimos días en la ruta.

El mundo que termina







Podrá parecer que me demoro más de lo acostumbrado en publicar nuevas entradas. Las fechas no son una referencia exacta, sin embargo, como ya expliqué. Se refieren al momento de creación del archivo, no al de su difusión. De todas formas, es cierto que ya no hay tantos estímulos por delante que alienten la escritura. Es decir, ahora no existe la misma necesidad de manejarlos mediante una narración. Básicamente, la historia está contada. Continúo esta labor por compromiso con quienes han seguido el blog, y también por darle un cierre al relato. Que es tanto como decir tomar distancia con lo vivido.
Tiene un cierto valor simbólico (no premeditado) terminar mi periplo, antes de volver a Buenos Aires, en el Fin del Mundo. Así se conoce a la ciudad argentina de Ushuaia, la más austral del planeta. Después de ella sólo el mar y la Antártida. En realidad, podría quitarle esa categoría el enclave chileno de Puerto Williams (al otro lado del canal Beagle), pero se considera un puerto militar, no una población. A estos límites de la civilización, donde el ser humano se fuerza por mantener una presencia contra las dificultades extremas de la naturaleza, vienen personas con afán pionero. De ser el comienzo de algo que continuará después, así como de reinvención de ellos mismos. He encontrado pocos lugareños nacidos aquí. La mayoría vienen de fuera.
Ushuaia se fundó inicialmente como colonia penal. Un presidio para indeseables, cuanto más lejos mejor, pero también una fórmula para ocupar territorio. Tiene un museo en lo que fue su antigua cárcel, con sus delincuentes favoritos. Entre ellos, Carlos Gardel, un raterillo de tres al cuarto, mencionado no por sus proezas criminales sino por su posterior papel en la música. Es casi verano y las horas de luz se multiplican. De hecho, diría que no anochece nunca. De las 10 y media de la noche a las 3 y media de la mañana aún queda un resplandor tras la cordillera. Parecen las luces de alguna discoteca que insiste en mantener la fiesta activa. Lo entiendo como una señal, para que no ceje en mi voluntad de búsqueda.
A través de Manolo Arbelo he contactado con Raúl. Aparece al poco tiempo de llegar al Hostel. "Aquí huele a canario", dice. Nos vamos a tomar unas cervezas y me cuenta su historia. Se convierte en mi héroe. Panamericano. El viaje le cambió. Trabajó varios años como veterinario en Cabo Verde y en noviembre de 2007 se montó en un cargero en reparación y se plantó como pasajero en el Caribe. Cambió de barco al llegar allí, para recorrer aquella zona durante varias semanas. El regreso se dilataba mientras esperaba la nave de un amigo y empezó a visitar otros países. En abril de 2008 alcanzó Ushuaia. Conoció en el mismo Hostel donde me quedo a una argentina de Rosario y ahora reside en el Fin del Mundo. Se fue y volvió. Va a ser verdad lo que apunta Raúl, refiriéndose a un graffiti muy popular: "Ushuaia, Fin del Mundo. Principio de todo".
Lección de geografía. Se pasa el Estrecho de Magallanes para acceder a Tierra del Fuego, la provincia de la que Ushuaia es capital. ¿Fuego? Lo que abunda es agua, oceánica, que deja sentir su frío cuando sopla el viento en el trasbordador. Los pasajeros del colectivo hemos descendido para disfrutar del paseo. Antes de que finalice el trayecto, deberemos ocupar nuestros asientos para no retrasar la salida de los vehículos. Doble frontera. Argentina y Chile antes de cruzar. Después de hacerlo, a los 150 kilómetros, Chile y Argentina de nuevo. Este paisaje patagónico es muy distinto al de Bariloche o El Calafate. Vegetación.
Por estar en el Fin del Mundo me predispongo a darle sentido a todo. En el Parque Nacional, en la Bahía de Lapataia, la ruta 3 finaliza sus 3.045 kilómetros de carretera. No hay más allá. Recibo el mensaje. Se acabó otear el horizonte. Bonito sitio para captarlo. Me llevan en una excursión marítima a observar los pingüinos. Qué simpáticos son los pobladores originales de este entorno. Los que no lo somos, nos iremos marchando. Conozco al primer mochilero de largo recorrido (6 meses), que se vuelve a casa. Un alemán, de Stuttgart. Es de los que se planifican, porque me anuncia que hasta dentro de 10 años no retornará a Hispanoamérica. Le pregunto cómo se siente. Con ganas de que pasen estas últimas horas.
Mi sensación es diferente. Di con un gurú, Raúl, con quien probé el cordero fueguino. Me he alimentado también espiritualmente. No pasará una década hasta mi próxima visita.

domingo, 13 de diciembre de 2009

Asimetrías











El final del viaje se va acercando, pero, antes de concluir, quiero agotar todas las experiencias que me pueda llevar de vuelta. No creo, sinceramente, que sea el mismo que se fue. He cambiado en varios aspectos, pero aún no los puedo determinar. Cómo no voy a sentirme cansado. Es un proceso muy exigente, que demanda mucha energía. La he tenido. Puedo decir también que podría continuar en el camino. Ilusión no me falta. Eso sí, necesitaría parar unos días, en cualquier lugar remoto, sin interés aparente. Sólo para recobrar fuerzas. Es eso lo que hacen los viajeros de 6 meses o 1 año. Los de 2 meses nos obligamos hasta el límite físico, tratando de aprovechar el tiempo. Cumplimentar nuestra hoja de ruta con visitas mañana, tarde y noche. Pero el tiempo no se aprovecha, se vive.

Dejo Bariloche sin pena. Está claro que las impresiones que uno se lleva de cada sitio están mediatizadas por circunstancias variopintas. En mi caso, sencillamente el referido cansancio, la percepción de estar obligado a seguir determinada agenda (con sus casillas indicando las excursiones a realizar) y la convicción de que la Patagonia no puede ser tan comercial. Me culpo por no haber empezado el recorrido por esta inmensa región más al norte. En Neuquén, por ejemplo, donde estuvo Pablo en un intercambio universitario. Nada que ver con lo turístico. Pero ya se sabe que mi circunvalación me ha llevado lejos de esa ruta.

Sigo hacia el sur, donde, a diferencia de lo aprendido, hace más frío, no más calor. Tanto que me advierten sobre los posibles efectos de las bajas temperaturas. Me convencen de que me compre ropa de abrigo. Debo hacerlo en Bariloche; en teoría, será más barato. Adquiero una campera o chaqueta impermeable con forro polar, de segunda mano, camiseta y pantalón térmicos y guantes. Es mi desafío al clima austral. Para evitarme día y medio en colectivo, decido hacer mi segundo vuelo interno. A El Calafate, 1 hora y 45 minutos. A donde voy por ser el centro del Parque Nacional de Los Glaciares. Montañas nevadas a lo lejos, un lago a los pies de la ciudad. Me llama poderosamente la atención su historia de menos de 25 años. Aquí no hay antiguos nativos, ni signos de huellas remotas. Sólo el espectáculo contemporáneo de la naturaleza. A precios costosos. En la civilización que vivimos tiene sentido fundar una población con esos fines.

El Glaciar Perito Moreno con sus blancos y azules. La suerte de asistir a varios desprendimientos de su núcleo de hielo. Con estruendo. Al menos una vez en la vida vale la pena. Coincido con dos asturianas y una pareja de Bilbao. Me doy el gusto de comerme un bocadillo de tortilla en frente de ese paisaje. Comparto mi tesoro. La he hecho yo. Desde mi etapa en Santiago de Chile cocino regularmente. Por ahorrar dinero y porque es lo más parecido que se me ocurre a meterme en un caparazón. Cuando se viaja largo es imprescindible. Me preparo para futuros acontecimientos. En el fondo, creo que no me diferencio tanto de los de 6 meses-1 año. Quizá, eso sí, a que el tiempo me obliga. Lo que busco no puede esperar un cambio de estación. Ya dije que algo encontré, entre tanto trasiego, dentro de mí.
Me levanto a las 6 de la mañana para ir a El Chaltén, en el extremo norte del Parque de Los Glaciares (El Calafate es el extremo sur). Son tres horas de ida en colectivo y tres de vuelta. La próxima madrugada parto en ómnibus hacia el fin del mundo. Sin embargo, no podría perdonarme no usar alguna de esas 23 horas que tengo por delante. El Chaltén, un pueblo también muy muy reciente, es conocido por ser un paraíso para el senderismo. Aunque no me encuentro pleno, algo haré en esa dirección. Eligo la senda más fácil. 4 kilómetros en llano para alcanzar el Chorrillo del Salto, una cascada con riachuelo. Ninguno de mis compañeros de transporte aparece por aquí. Les esperan cumbres más altas. Que ellos las disfruten. Me tumbo en una piedra ligeramente plana. Los rayos de sol se cuelan entre mi vestimenta. El sonido del agua cayendo desde 20 metros en mi frente, y el curso del apacible riachuelo en mi espalda. Me quedo dormido, la mejor siesta panamericana posible. Vivir, qué mejor modo de aprovechar el tiempo.
Cuando espero la partida del colectivo de regreso a El Calafate sentado en la acera, aparece un coche que aparca al lado de mí. Se bajan una mujer y un hombre de unos veintilargos años. Con dos estacas pequeñas numeradas con el "29" y el "30". Clavan la primera en el terreno delante de la oficina de la compañia de buses. La segunda tres casas abajo. ¿Para qué? Es un concurso de jardinería. Los paraísos hay que currárselos. Con mucha ilusión. De hecho, para mí que las casas colindantes, que no participarán en la competición, tienen una vegetación más apreciable. El hombre de la oficina de buses echa pestes de la cantidad de colillas de su jardín. Apenas unas cuerdecitas separando el acceso al edificio donde trabaja. No se ve ninguna flor o planta creciendo. Igual hay que saber mirar.

Una región más que una nación

De Santiago desciendo hacia el sur, para atravesar la frontera y visitar la Patagonia. Desde Osorno, en Chile, a Bariloche, en Argentina, una sucesión de lagos, que la cordillera andina separa en dos países, por mucho que, geográficamente, sean la misma región. El segundo más visitado que el primero. Me pregunto por qué. Quiero saber qué fuerza me mueve a no detenerme en Chile y sí en Argentina.
Evidentemente, la respuesta no se esconde. Una de tipo general, relacionada con las infraestructuras turísticas ofertadas en una y otra nación. La marca Patagonia identificada con la inmensa estepa argentina. Otra de tipo particular. Mi itinerario. Debo terminar en Buenos Aires y era un buen momento para recuperar el rumbo hacia la Capital Federal.
A Bariloche se va a hacer montañismo, esquí (ahora no, es primavera-verano) o para ver el paisaje de los lagos. Pero yo he venido desde Chile y las excursiones que me ofrecen dan la impresión de repetirme lo que ya pude contemplar en el trayecto fronterizo. No haré ninguna. Resuelvo cuestiones de logística de las próximas etapas. Largas distancias que haré en avión. Conozco a Lucas, mendocino y a Alexandra, aragonesa. Mi recuerdo de aquella ciudad para el ocio son ellos y un paseo al Cerro Campanario. Promontorio donde divisar el horizonte. Quizá adivine lo que viene después. Ya noto el cansancio del viaje.

jueves, 10 de diciembre de 2009

Oriente Medio

Lo que son las cosas del viajar. Como todo el mundo sabe a estas alturas, estoy en Sudamérica. Pero no paro de enterarme de cosas que suceden en lugares muy distantes de éste. Geográfica y culturalmente remotos. Siempre a través de mi experiencia personal. Por ejemplo, de Oriente Medio. Desde que me cruzé con aquella pareja de mujeres (¿cuánto hace?, ¿más de un mes?), el flujo de encuentros con israelíes no ha cesado. En Córdoba, la etapa posterior, compartí habitación con tres chicos y una chica de esa nacionalidad. Su actitud y vocación es muy característica. Digamos que, si uno se fija un poco, no pasan desapercibidos. Para empezar, son todos veinteañeros tempranos con ganas de fiesta. Ya se sabe que a todos nos cuelgan medallas, probablemente sin merecérnoslas. Lo digo porque tienen una fama determinada. De ir a lo suyo, de no juntarse con otros mochileros, de estar siempre en los alojamientos más baratos. Desde luego, se hacen notar, al moverse en grupo. 2, 3, 4 ó más personas. Nunca solos. Podríamos considerarlos especímenes muy genuinos del "tipo 1". Sin ir más lejos, en el Salar de Uyuni eran los reyes de las fotografías simpáticas. Los veías tumbados en posiciones inverosímiles, para aprovechar la perspectiva infitiva del blanco de la superficie salada. Unos dedos que agarran a una persona. Un pie que aplasta varias figuras humanas. Imágenes "graciosas". Mi guía en aquel periplo, Edson, comentaba que, una vez pasada esa parada, no les suele interesar lo que viene después. Ni las lagunas, ni los desiertos, ni la altura. Se limitan a dormitar en el 4x4. Quizá todo esto tenga una explicación. Estos hombres y mujeres acaban de salir del servicio militar obligatorio, que les lleva a cumplir con la patria tres o dos años, según se sea varón o hembra. Así que aquí están para dejar atrás esa vivencia, en sitios en los que ser judío no es sinónimo de rechazo.

martes, 8 de diciembre de 2009

Reencuentro fugaz y noticias del más allá








Sobre la marcha tomo una decisión. Voy a detenerme, aunque sea sólo por un día, en Santiago de Chile. Me da no sé qué no hacerlo. Tener, como en casi todo mi viaje, al menos una impresión. Llamo a Fernando, a quien conocí en Atacama, en aquel ambiente alucinatorio. Quien mejor que él, que nació y vive en la capital, para servirme de guía. De repente, me veo en el colectivo. El trayecto es breve entre Valparaíso y Santiago. Apenas hora y media. Según se asciende la cordillera, a pocos metros de la costa, el tiempo cambia. Lo agradezco. Me estoy aclimatando mejor al calor.
Fernando vive en la Comuna Prosperidad, en el anillo inmediatamente posterior al centro-centro. He buscado alojamiento en esa área, para facilitar nuestro contacto. No es un hostal HI, pero las condiciones son similares. Al llegar a la estación telefoneo nuevamente a Fernando y observo que tiene más invitados y una celebración familiar. Mejor dejarlo para mañana. Me instalaré en el alojamiento y descansaré. Una vez allí me llevo una sorpresa muy agradable. Marine, francesa, de 25 años, especialista en marketing del vino, es también huésped. Nos conocimos en Mendoza, hace ya como 2 semanas. Le debía una bebida a la que me invitó porque tenía la seguridad de que nos reencontraríamos. Ella lleva tiempo viajando y es de las que suele cocinar en los hostales. Nos vamos al súper y cenamos juntos. El vino corre de mi cuenta.
Nos preguntamos por los lugares donde hemos estado. En Chile lleva más que yo. Paró en Atacama y ¿dónde se hospedó? En casa de Hans. Fue captada para su red por el mismo procedimiento empleado conmigo. Su acólito, al que él llama "pitufo", a pesar de tener unos 60 años, yendo a buscar mochileros con su bicicleta. En su estancia en el hostal, Marine vivió varios episodios de enfrentamiento entre el negro y algunos clientes. Con forcejeo y cierta violencia también. Tranquilos que luego todo lo arregla con un asado.
Marine me sirve de guía porque ya conoce Santiago. Pasamos por la Chascona, la casa capitalina de Neruda y por el Cerro que domina la ciudad. Almorzamos congrio a lo pobre (con papas, cebolla y huevos fritos) y mariscal. Me comporto como un experto, aunque mi experiencia no sea tal. La convenzo de que pruebe el marisco crudo. Accede. Sí, el sabor es rotundo. Nos emplazamos para más adelante. Quizás Buenos Aires, antes de nuestro regreso. Ella ya ha cumplido parte de su trato, al enviarme un comentario al blog (en "Alucinaciones en el desierto"). Queda pendiente mi contribución al suyo.

Calor de hogar








Valparaíso y Viña del Mar son, en realidad, dos ciudades unidas. De la segunda es natural Máximo, tan presente en esta bitácora. En la primera, vive su hermana Amparo. Las dos tienen un carácter portuario. En Viña del Mar prima el tipo militar, mientras que en Valparaíso el comercial. No voy a visitar Viña porque dicen que no tiene un encanto especial, sólo una población moderna. Valpo concentrará, entonces, mis paseos.
Lo primero que hago tras instalarme en el hostal es llamar a Amparo. Se produce una de esas casualidades tan improbables si se busca provocarla. Su casa está apenas a tres minutos a pie. Nos saludamos por la mañana y quedamos para la noche, ya que me ha invitado junto a unos amigos suyos a cenar. Qué bien, si el vino me da un puntito, no tendré que preocuparme en encontrar el camino de vuelta: está en la misma calle. Amparo tenía noticias de mi viaje desde hacía dos semanas y justo hoy se ha vuelto a acordar. Nos contamos lo que hacemos y, obviamente, sale a relucir el nombre de Máximo. También el de Domingo, a quien conoció en El Escorial. Nos veremos después.
La Sebastiana es una de los tres hogares que tuvo Pablo Neruda en Chile. En la parte alta de Valpo, toda ella tan sinuosa y panorámica. La cuesta arriba es una prueba de capacidad de esfuerzo físico que paso sin excesivos alardes. Me recuerda en esto a Lisboa, pero todas las comparaciones son odiosas. Del mar llega un aire fresco que, de no hacer sol, me daría frío. Es el Pacífico. En el museo del poeta grupos de escolares curioseando las estancias y los objetos diversos que gustaba coleccionar. Muchos de ellos traídos de diversos periplos. A estas alturas también yo voy acarreando algunos cachivaches, aunque mi mochila tiene sus límites.
En este centro de internet han detectado que mi pen-drive y mi cámara tienen virus informáticos. Es un cibercafé de barrio, conocido por Fireghost. Su responsable, Marcelo Ronal Ulloa Miranda, se aplica en resolver el problema. Últimamente, ya había percibido que mis fotos estaban saliendo mal. Tras copiar la información válida y formatear la memoria USB y la tarjeta sim, el asunto parece mejorar. Sin embargo, para que el virus desaparezca por completo de la cámara es necesario introducirle de nuevo el programa. Debería llevarla a un servicio oficial. ¿Cuándo? ¿Dónde? Bueno, mientras me deje algún recuerdo me vale, incluso siendo deficiente técnicamente. Es lo que hay.
El día siguiente continúo mi recorrido por los cerros. En los turísticos Concepción y Alegre tengo una conversación de más de una hora con un cartero. Nacido en el barrio, me explica que ese solar que fotografío fue el anexo de un instituto. Los edificios antiguos están hechos de adobe y recubiertos con chapa, para protegerlos del agua y la lluvia. Ese anexo se hizo conforme a las nuevas formas constructivas. Tras el terremoto de 1985 hubo que derribar lo que quedó de él. Todo lo contrario que con el tradicional, que sigue teniendo uso. Tiene ganas de hablar este hombre y yo de saber. Próximamente, habrá elecciones presidenciales en Chile. Me descubre su voto y sus expectativas. Me despido preguntándole por un lugar bueno donde comer empanada.
Bromeo con Amparo a propósito de que en esta velada hogareña haya juntado tantos amigos. Espero que no hayan venido por mí, si no tendré que mostrarme interesante e ingenioso. O en su defecto, exótico y extravagante. Afortunadamente, no se trata de eso; así que el ambiente es muy relajado. Como su anfitriona. El viento oceánico sopla y por este viajero destemplado cenamos en el interior. Un salmón y una pizza bien ricas. Estoy empezando a aprender algunos chilenismos, como el universal "¿cachai?". Claro que sí. Gracias. Después de tantos días en el camino, se agradece que el calor del hogar te abra sus puertas.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Mariscal manejando

Decidí pararme en La Serena para no hacer un recorrido de un día entero en el bus. Esta ciudad costera estaba a medio camino de mi próximo destino (en realidad no, ya que lleva 17 horas llegar aquí desde San Pedro de Atacama). Mis referencias consistían únicamente en haber oído que era un lugar con playa. Pensé que igual podía hasta bañarme en el Pacífico por primera vez. La ingenuidad es un componente necesario en un viajero, de lo contrario sería comportarse como un inspector de la Administración comprobando lo ya determinado.
Cuando el arribo se da a las 7 de la mañana todo el día queda por delante, sí, pero el cansancio apremia. Es difícil dormir bien en un colectivo. Así que reduces un poco el ritmo y te concentras en resolver cuestiones de intendencia, al tiempo que paseas distraídamente. En el hostal Ajíverde entablo conversación con Edgardo. Al explicar mi procedencia me dice que en septiembre tuvieron a otro canario, más conocido por su alias artístico que por su nombre verdadero. ¡Resultó ser el deskiziado! Aprovecho para mandarle saludos a José María Ravina, donde quiera que esté a lomos de su moto. Se nota que ha dejado huella entre esta gente. No sólo Edgardo, también Micaela y Natalia me hablan de él.
El Mercado está cerca del hostal (con sus tiendas y restaurantes). De hecho, se ve desde la terraza. Me acerco. Desde que me acostumbré a pasarme la maquinilla por la cabeza, en cuanto me crece un poco el pelo me siento incómodo. Obviamente, para evitar peso no he cargado con ella. Me toca acudir a una peluquería. Son todas unisex, pero el ambiente me intimida. Me da la impresión de que las vecinas van a empezar a tomarme como tema de conversación, mientras esperan que los rulos hagan su efecto. Paso de largo por varias. Sin embargo, esta es la mía. A un tío como yo le están haciendo lo que necesito. Tras la obligada conversación sobre los lugares que he visitado y lo que hago en La Serena, salgo con un cráneo armonizado y un nuevo mote. No sé de donde viene. Quizá de la orquesta cubana. Me lo han puesto imitando al que solía llevar el futbolista Zamorano. La conexión es que ambos nos llamamos Iván. He prometido recomendar el negocio a todo gringo de paso. Peluquería Patty, Cienfuegos 370, local 247, edificio La Recova. Digan que van de mi parte. El vanvan de España.
El hostal es más tranquilo que otros en los que he estado. Como si fuera una etapa de descanso para sus no muy numerosos huéspedes. Cierto es que en la zona hay atracciones que conviene conocer. Por ejemplo, el Valle de Elqui (con sus paisajes frondosos) o Mamalluca (para observar las estrellas). Lamentablemente, no tengo tiempo. Al principio de este viaje pensé en recorrer sólo Argentina y Chile. Como he ido extendiendo los límites me toca acelerar el paso.
La Serena y Coquimbo son dos poblaciones casi unidas, aunque independientes en el plano institucional. La primera, algo más formal; la segunda, más portuaria, donde me encontraré con Natalia, que hoy no trabaja. Me llevará a comer mariscal. Al principio estoy un poco reticente, ya que el marisco se come crudo en Chile. Aliñado con limón y diversas especias. Natalia demuestra tanta seguridad en la materia que me contagia su entusiasmo. Son sabores fuertes, pero me gusta la experiencia.
Después del almuerzo, Natalia, su amiga (no consigo acordarme de su nombre) y yo nos montamos en el coche accidentado de Natalia. Me toca ponerme al volante. Vamos de un lado a otro haciendo recados. Finalmente, en el Cerro que contempla toda la villa, nos detenemos junto a un riachuelo. Por fin, Natalia se decide a cantar. Torrente de voz. Se está haciendo tarde. Me lo estoy pasando muy bien. Quedamos con otro amigo para cenar chorrillana. Nos veremos después. Son las 10 de la noche. Sin embargo, decido marcharme hacia el sur. Hay pasaje para el último transporte, hay alojamiento también en la siguiente escala. Me podría quedar indefinidamente en La Serena. Temo que si no me marcho ya igual habré terminado mi viaje.

Alucinaciones en el desierto










Aurore, Audrey y yo esperamos en Bolivia para pasar a Chile. Nos vienen a recoger para llevarnos a San Pedro de Atacama, un área con algunas características similares a las del periplo de Uyuni. Sin embargo, el elemento principal es el desierto. Enorme, donde se podrá ver simultáneamente la luna y el sol, cuando no es de noche ni tampoco de día. Los trámites en la aduana son rigurosos. Debo abandonar un limón y mis hojas de coca, seres vivos que pudieran contaminar a las especies locales. Por este control, sólo entran mochileros. A dos chicas colombianas les insisten en que muestren la "plata" que llevan. Si no es suficiente, no las dejarán entrar. Por cierto, antes de abandonar Bolivia nos hacen pagar un tributo. El guía Edson no ha oído nunca hablar del asunto. Los funcionarios aseguran que es la única frontera en la que se solicita.
Por la inercia de los últimos días, una vez depositados en San Pedro de Atacama, Audrey, Aurore y yo seguimos juntos. Me resulta fácil dejarme llevar en la búsqueda de alojamiento. Sé que ellas serán rigurosas. Recibimos dos proposiciones de sendos hombres de mediana edad que se mueven en bicicleta. La oferta más cara (de una diferencia de apenas 1€, 5.000 pesos chilenos por 4.000) les convence. El folletito con fotos en color presagia un lugar con estilo y ambiente enrollado. Patio, hamacas colgantes, barbacoa, paredes de adobe, con una decoración cuidada que me recuerda a alguna película de Hollywood invocando fuerzas telúricas.
Nos recibe Hans, el capo. Nos muestra una habitación de tres camas, pero Aurore y Audrey prefieren estar solas. No, no me molesta. De hecho, es justo lo que quería, ya que nuestros caminos se bifurcan y será mejor empezar a acostumbrarse. Termino en otro cuarto con un chileno, Fernando, y un polaco-estadounidense, Konrad. Han salido la noche anterior y aún no se han levantado. No tardarán en hacerlo, porque, enfrente del dormitorio, hay una enorme mesa donde espera un grupo de huéspedes por el asado. Aurore y Audrey se han apuntado también al festejo, dicen que el dueño les ha invitado como gesto de bienvenida. Supongo que es extensible a mí también, que vine con ellas. Cuando la carne está lista, salgo y comento "justo a tiempo". El tal Hans me mira con cara de pocos amigos y sentencia "debería cobrarte, sí, debería hacerlo". No sé muy bien cómo responder, pero tengo claro que, si amago, tendré que marcharme. Sería como si me hubiera echado. Agarro un trozo de carne y espero a ver qué pasa. Al rato, vuelve a la carga, mencionando no sé que historia sobre las costumbres chilenas y comprar cervezas. John, estadounidense de Nuevo México, piensa que se lo está diciendo a él. O sea que salimos juntos a proveernos de la bebida.
Hans es el dueño del hostal. Ha recorrido toda Sudamérica, según revelación suya, ejerciendo de discjockey. Enumera las ciudades y los antros que le han acogido. Por supuesto, su aspecto es impecable, de acuerdo a las necesidades del personaje. Tatuajes coloridos en brazos y hombros, piercings en los pezones (quizá, sólo uno, sin embargo), torso desnudo. Habla con todo el mundo en un tono directo, casi desafiante. Termina las frases con un "you know brother", a pesar de que luego pide que le traduzcan al inglés o al francés. Cuando los que hablan son otros, se aplica con intensidad en tocar la percusión. Entiéndelo, lleva el ritmo en la sangre, le llaman el negro. ¿Será de los míos?
Cuando volvemos con las cervezas, tengo la sensación de que todos los huéspedes forman una especie de comunidad, si me apuras, una secta. El círculo de Hans el negro. Dominada, obviamente, por su agresividad. Me parece que todo el mundo le ríe las gracias. Conmigo que no cuente. Es un ligóncillo también y a las chicas parece gustarle. Uno de los comensales señala mi camiseta, con la inscripción "resveratrol" y el dibujo de una estructura molecular. Piensa que es alguna droga, aunque, en realidad, se trata de un componente de la uva, con propiedades anticancerígenas. De repente, oigo la palabra "peyote", que da pie a un intercambio de exclamaciones. Espero acontecimientos, mientras mi piel siente que un calor muy seco está penetrando por la epidermis.
La sobremesa llega hasta la noche. Preparativos para irse de fiesta. Supongo que Hans hará alguna exhibición. Me perdonarán, pero me voy a dormir. Para mi sorpresa, John y su esposa, Carolyn (a la izquierda y en el centro de la foto), tampoco se prestan al juego. Tenemos una interesante conversación. Tienen en torno a 25 años. Buscan un rumbo para sus vidas, por lo que han decidido viajar. Sin límite de tiempo, sólo de dinero. En algunos sitios perciben una cierta hostilidad de los lugareños. Trato de explicarles lo que puede significar ser "gringo". En otra etapa anterior de Chile se encontraron con Elodie (suiza de 19 años, a la derecha de la foto) y Skol (irlandés de veintilargos). Estos dos últimos se juntaron, sin convertirse en pareja, en Buenos Aires. Tiempo ha. Son un curioso grupo, con muy distintas personalidades y, desde luego, me recalcan que el comportamiento de Hans y el ambiente del hostal les parece increíble. Por ejemplo, que no se pueda cocinar después de las 9 de la noche. Una cortina se mueve a nuestras espaldas. Es la madre de Hans. Vigila el territorio donde vive.
Por recomendación de Fernando y Konrad me voy de excursión. De las posibles visitas que ofrece San Pedro, eludo las que me recuerdan a la experiencia de Uyuni. Esto es diferente. Laguna Cejar, nadar flotando por la cantidad de sal. Ojos del Salar, un salto desde una altura de 8 metros (quizá exagere) a una poza semidulce. Tebinquinche, caminar sobre las aguas. John, Carolyn, Elodie y Skol me acompañan. Nos reímos mucho.
El día va a terminar con una velada en el desierto. Promete. Los bares y demás establecimientos cierran a las 2 de la noche. Pero siempre hay alguien que organiza una rave en mitad de ningún sitio. Hoy será en el Valle de la Muerte. Contratamos un transfer o taxi-furgoneta colectivo para todos los del hostal. Llegaremos de los primeros. Uno de los huéspedes se pone a vomitar a la puerta de mi cuarto y no puedo salir. Se olvidan de mí y me dejan en tierra. Improviso. Termino con unos desconocidos. Me veo en un transfer recogiendo otros pasajeros y cobrando el luka de rigor (1.000 pesos chilenos, euro y algo). Obviamente, yo no pago, me he ganado el transporte.
El domingo, nuestro grupo ha crecido. Se han añadido Fernando y Konrad. Son los veteranos del hostal y también han pensado en marcharse de él en más de un momento. Sin ir más lejos, al ser mis compañeros de cuarto, han sido testigos de lo sucedido esa mañana, cuando dos miembros del staff me despertaron porque necesitaban hacer la litera encima de mí. Nos enrolamos en el tour del Valle de la Luna.
Este relato finaliza a partir de las 24 horas de ese día. Celebrando los 7 miembros del clan el cumpleaños de John. Con cena en restaurante y luego hoguera en el campo. Me he encariñado de ellos. Unas horas después nos despedimos en direcciones opuestas. Espero que no para siempre.

Disfraz


A los 40 días de estar viajando, tu personaje tiene que haber dado muestras ya de que es capaz de adaptarse al entorno. Mi físico no ha experimentado grandes transformaciones, así que lo remedio, para la foto, con un disfraz. Lo llevé durante mi estancia en Bolivia. El gorro de estética andina y, obsérvese el moflete izquierdo, la bola con las hojas de coca. Herramientas imprescindibles fueron, como otras anteriormente. Dos tercios del viaje están cumplidos, ¿qué me esperará en el que resta?
P.S. Por cierto, a mi espalda, Thierry, suizo-italiano donde los haya.

martes, 1 de diciembre de 2009

Vida en la sal

Completo la entrada anterior al haber llegado a mi nueva escala y tener un ratito antes de ponerme a explorarla.
Con Audrey y Aurore pasamos de Argentina a Bolivia, en Villazón, descubriendo que teníamos el tiempo justo para continuar a Uyuni. No existe ómnibus directo para ese trayecto, aunque sí tren; claro que no todos los días. Afortunadamente, ése sí. Pero había que darse prisa. Conseguir dinero del país (sin saber cuál era el cambio), comida, llegar a la terminal. Pudo ser, porque, como suele pasar, el huso horario en Bolivia nos dió 60 minutos más. Llamésmole magia de la frontera. En este periplo, en el que los detalles importan y no se descubren hasta que uno está en el sitio. Por ejemplo, la disponibilidad de transportes.
Ya en Uyuni, a las 3 de la mañana, salir de la estación en busca de alojamiento. Con 2 chicas que apenas conoces y hablando en un idioma (el francés), con más corazón que cabeza. Nos hacen una propuesta, pero ellas han oído o han leído que en la primera calle están todos los hostales y prefieren comprobar antes de decidirse. Vamos detrás de otros mochileros que tocan un timbre. Hacemos lo mismo. El precio es por cama. Una habitación doble que compartirán Aurore y Audrey, otra para mí solo. Decidimos tomarnos el día siguiente para estudiar las mejores ofertas. Todas incluyen recorrido en 4x4, estancia y comida. El agua y el papel higiénico corren de nuestra cuenta. A pesar de que es, comparado a otros destinos, muy básico, Bolivia está llena de turistas. Aquella tarde, parecíamos almas en el purgatorio, dando vueltas por la plaza en una dirección y en la contraria, una y otra vez, a la espera de salir hacia escenarios prometedores.
La relación con Audrey y Aurore es buena. Las dos acaban de terminar sus respectivos empleos y aquí están. Por un total de mes y medio. No parecen tristes. Encantados de encontrarnos. Cumplo el protocolo lógico. ¿Pasear o comer juntos? Sincronizar, entonces, nuestros relojes. Mi personaje a cargo de las traducciones se mantiene. Contratamos el tour. Seremos seis personas en total. Nosotros tres, más dos mexicanas (Ester y Julieta, tía y sobrina) y un suizo-italiano, Thierry.
Cargamos el jeep. Incertidumbre sobre la distribución de los puestos. Uno de copiloto, tres detrás, dos en la cola. Nadie se mueve. Los de la agencia dicen que son rotativos. No arrancaremos nunca. Doy el primer paso y Thierry (un tipo grande, de más de 1'80) me sigue. Nos acomodamos al final, justo entre el pequeño maletero (la carga va sobre el techo) y el asiento trasero. Thierry lo tiene más difícil que yo en este reducido espacio. Adiós, ciudad de Uyuni.
Primera sorpresa. Uyuni fue fundada muy recientemente. En el siglo XIX, como centro ligado a la exportación de estaño. Consecuentemente, la parada inaugural de nuestra excursión de tres días se realiza en el Cementerio de Trenes. Locomotoras y vagones oxidados en estado de abandono en mitad de ningún sitio. Está línea que conectaba con el puerto chileno de Antofagasta se cerró hace décadas. Un centenar largo de turistas apuntando con sus cámaras, ya que formamos una caravana de entre 30 y 40 vehículos. Como sea siempre así se va a perder la magia.
El Salar de Uyuni tiene 12.000 kilómetros cuadrados de extensión. Imagina cuántas islas cabrían ahí. Su origen de diez a trece mil años de antigüedad. En algún lado, una planta industrial con capital japonés para explorar el litio presente en la sal (para uso electrónico y médico). La atracción principal es hacer fotos graciosas aprovechando la perspectiva de un fondo blanco infinito. Nos prestamos al juego. Cenamos, dormimos y desayunamos en una especie de casa familiar tres grupos. 18 seres humanos para dos baños. La ducha caliente se cobra aparte, a quien lo desee o no lo pueda evitar. Ya sabemos que mañana ni siquiera será posible. Audrey, Aurore, Thierry yo en el mismo cuarto. Parecen incómodas. Al menos con Thierry pueden hablar fluídamente.
El guía y conductor, Edson, rebosa simpatía. Describe lo que tenemos enfrente con solvencia. El volcán Ollagüe, mitad boliviano, mitad chileno, humeando. La yareta o musgo que crece con resina en su interior por encima de los 4.000 metros sobre el nivel del mar. Coqueo. Es decir, masco hojas de coca. Me ayudan a adaptarme a la falta de oxígeno. Depende de la respuesta de tu organismo. Amanezco un poco acelerado y este remedio lo combate. Sucesión de lagunas a esa altura, con características distintas, revelando sus cargas químicas naturales. Blanco como el bórax. Hediondo como el azufre. ¡Flamencos! Explicación: en algunas de estas láminas de agua viven microalgas de las que se alimentan estas aves.
Nunca había estado en un lugar como éste. No hay carreteras, sino pistas hechas por las ruedas de los 4x4. La vibración de tu cuerpo, adaptado a la falta de descanso, con los ojos bien abiertos. Paso las botellas de agua a Aurore y Audrey. Las compraron ellas para los tres. El tour acabará ya. Hemos estado muy pegados los unos a los otros. Frío en los 5.000 metros de los Géisers Sol de Mañana, frío en Polques, donde, sin embargo, Thierry, Aurore, Audrey yo, nos introducimos, antes que nadie, en los baños termales de 40 grados a cielo abierto. Euforía física. Ellos retornan al punto de partida. Aurore, Audrey y yo, no.

lunes, 30 de noviembre de 2009

La sal de la vida




Mientras esperaba en Iruya el colectivo para Humahuaca, donde debía hacer noche nuevamente antes de seguir para Bolivia, tuve una interesante conversación con Susan. Acabábamos de despedirnos de nuestras respectivas acompañantes. En mi caso, la arquitecta australiana; en el suyo, la americana de Kansas City. Estuvimos hablando de las dos chicas, imaginando si llegarían o no a destino y de cómo podían llevarse entre ellas, casi como si realmente las conociéramos. Habíamos coincidido en el alojamiento y, seguramente, para continuar nuestros viajes necesitábamos soltar lastre. Fue una charla de apenas 45 minutos, pero tuvo la virtud de revelarme varios aspectos recurrentes en mi experiencia.
Susan es suiza y tiene 39 años. Ha dejado recientemente un buen trabajo en Londres y se ha tomado unas semanas de descanso en Sudamérica, antes de decidir qué hará. No quiere tener una actitud reflexiva ahora, sino más bien contemplativa. A pesar de eso, qué significa este viaje para nosotros fue el asunto principal que tratamos. Con los ejemplos nuestros y de nuestras dos acompañantes. La palabra clave fue"crisis"; asumirla, en cualquiera de sus vertientes (laborales, relacionales, etcétera), como un paso necesario para seguir adelante. Negarla, por miedo al estigma social o para ocultarse a uno mismo algunos sentimientos, sería pensar que la vida es estática. Que se detiene a nuestra conveniencia. Pero no es así, y, además, siempre se presenta con oportunidades imprevistas.
En un periplo como el mío, de 2 meses o más, es fácil reconocer que las cosas son dinámicas, que no se paran. Basta con que uno se monte en el siguiente transporte y que vea los paisajes y las personas del entorno. Aquel domingo la línea Iruya-Humahuaca llevaba turistas y lugareños y un conductor experto para manejarse en pronunciadas carreteras de montaña. Tanto que, cuando a la vuelta de una curva se encontró con 4 burros ocupando la vía, hizo algo sorprendente. Aceleró, en vez de frenar. De repente, y por un tiempo de unos 15 minutos, el vehículo y los animales iniciaron una carrera. Los pasajeros estábamos expectantes. El ómnibus trataba de adelantar, pero siempre había un asno que lo impedía. No hubo apuestas cuando, a la vuelta de otra curva, el rebaño saltó a un terreno inferior y se retiró exhausto de la ruta.
Tras dormir en la misma habitación del mismo hostal de Humahuaca que había compartido con la arquitecta australiana, preguntándome si debía cambiar de cama o hacer algo para no percibir su fantasma, me encaminé a Bolivia. No había estado en mi itinerario original, pero muchos mochileros con los que me había cruzado opinaban que debía ser una escala obligada de mi itinerario. Allí me fui.
La Puna, el Altiplano, a una media de 3.700 metros de altura sobre el nivel del mar. Los Andes coronándolo todo. La suerte de que detrás de mí diera con un señor, ya retirado, ex técnico de minas, con ganas de contar su historia y la del escenario que atravesábamos. Extracción de minerales (zinc, plomo, estaño, plata). Todavía hoy en día, aunque con muchísima menor intensidad. El recuerdo del yacimiento de Pulacayo, donde llegaron a trabajar simultáneamente 3.ooo mineros, con 10 fallecimientos diarios por las durísimas condiciones. Con informaciones como ésta, los sentidos se agudizan al observar los parajes.
Resultó que en el ómnibus también iban las francesas que había conocido en Humahuaca 2 días antes. Audrey y Aurore, de 24 años cada una, serían desde ese momento mi compañía, con la que visitaría algunos espacios increíbles de Bolivia. El Salar de Uyuni, el Desierto de Siloli, los Géiseres Sol de Mañana. Lo explicaría con todo detalle, si no fuera porque no puedo detenerme. La carretera me espera. Quizá la próxima vez.

martes, 24 de noviembre de 2009

Encuentros en la cuarta dimensión (versión ligeramente revisada de "Encuentros")











Parto de Salta a Jujuy, provincia limítrofe con Bolivia. Esta vez, no lo hago solo. Voy a ver paisajes montañosos de una orografía muy marcada. Nada de grises. En lo que se reconoce como la entrada al Altiplano andino. Llanuras a 4.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Algo me ha debido sentar mal en los días anteriores y el trayecto se presenta incómodo. En la descripción del medicamento que tomo lo llaman "el mal del viajero". Si permaneciera en el mismo lugar no sería gran problema. Pero no puedo, me he comprometido a seguir hacia el norte. Un recorrido que exige cambiar tres veces de ómnibus, y no precisamente los más lujosos. Como la persona con la que voy es una desconocida para mí, las cosas no se ponen fáciles precisamente. Tengo miedo de quedar mal. De ser el centro de atención por un motivo poco heroico. Me encomiendo a todos los dioses paganos que se me ocurren, ya que mi curiosidad puede con cualquier atisbo de tragedia.

Me encontré a esta arquitecta australiana de 29 años, de la que no puedo decir su nombre ni difundir su foto (por estricto deseo suyo), en el último asado del Backpackers City de Salta. Va a estar un año moviéndose por el mundo. De repente, no le ha gustado la ciudad, o al menos lo que se esperaba de ella, y le ha interesado mi oferta. De forma muy educada me ha respondido por correo electrónico que "estaría preparada para salir el viernes, si a mí me venía bien". Pues sí. Claro que sí. Situación nueva.

A la hora convenida nos saludamos en la Terminal. Me da un beso en la mejilla, aunque nuestra familiaridad no pasa de haber tenido una conversación de media hora dos días antes. Desde el principio trato de ser eficaz. Hablamos en inglés, porque su español es muy pobre. Obviamente, las gestiones para comprar los billetes las hago yo. Me siento como un escudo humano. Un caballero protegiendo a la dama. Sin embargo, nadie me lo ha pedido.

Esta chica de rasgos orientales (su madre es china malaya) parece no darse cuenta de mi padecimiento. Menos mal, aunque en cada parada me pongo a prueba. Hasta cierto punto es normal, puesto que tenemos una inquietud compartida: el mal de altura. Puede dar dolores de cabeza, mareos, taquicardia, porque, al ir ascendiendo, la cantidad de oxígeno se reduce. Ella aporta unas píldoras específicas que se ha traído de su país, yo, por mi parte, las hojas de coca que me regaló Montse.

Las primeras conversaciones, impulsadas por mí, son las de rigor. ¿Qué te ha gustado de lo que has visto ya?, ¿a dónde te gustaría ir en los próximos meses?, ¿y después de Jujuy? En el fondo tengo la necesidad de averiguar sus motivos para estar conmigo. Me explica que, mientras yo pienso continuar para Bolivia, ella girará para Chile. Quiero seguir preguntando. Decido, no obstante, parar la grabadora. Que alguien se canse de ti en las primeras horas sería una frustración inaceptable.

En el Cerro de los Siete Colores de Purmamarca hacemos nuestra primera parada no técnica. Para observar las imponentes montañas, convertidas en espectáculo. ¿Vamos por esta calle o por la siguiente? ¿Atravesando la plaza o por el camino más corto? Aunque a los dos nos da igual, evitamos tomar decisiones para no condicionar al otro. Confieso que, de reojo, busco los baños cercanos, por si acaso. Nos enseñamos las fotos que vamos sacando, una manera de compartir el momento. Algunos elementos o encuadres aparecen inicialmente en una cámara, luego en la otra. Nos copiamos.

Atardece. Antes de dar una vuelta por Humahuaca, nuestro último destino de la jornada, buscamos alojamiento. Recibimos algunos ofrecimientos tan pronto bajamos del colectivo, pero decidimos comparar. Lo que está escrito en la guía es una referencia, pero los nombres de las calles no están indicados propiamente. Su exigencia es que el sitio esté limpio. Necesita verlo. Especialmente el baño. Damos con uno mencionado en el libro. Entramos. Lo primero que nos preguntan es si estamos juntos. Bueno, somos compañeros de viaje. La respuesta no parece ser clara. Nos dan a elegir entre tres posibilidades. Habitación doble con cama de matrimonio. Doble con dos camas. Dormitorio a compartir con más gente. Miro su rostro. A ver qué dice. Traduzco. La doble con cama de matrimonio, descartada por el precio. ¿Y la de 2 camas? Un poco deprimente. Por exclusión, el dormitorio comunitario. El dueño del hostal se marca una alternativa más. Doble de dos camas en otra ala de esta antigua casa con patio. Con baño exterior, pero de uso exclusivo nuestro. La diferencia de precio es ridícula, respecto del dormitorio compartido. Esta vez hablo yo. Ella me mira con atención.

Amenaza de tormenta mientras paseamos por Humahuaca. Si empieza a llover de verdad, las Peñas Blancas no van a ser un refugio. Caen algunas gotas. Nuestros cuerpos se doblan para caber en lo que hay, una especie de horno para hacer fuego a ras de suelo. Quedamos sentados. No le convence mucho la idea de hacer una foto de ambos, pero accede. No es para tanto. Tormenta sin agua.

Tiene hambre, yo no. Pide una pizza, que se queda casi entera. Le falta otra boca. Se va a dormir. Me quedo hablando con dos chicas francesas. Cuando entro en la habitación, está en el séptimo cielo. Hago el menor ruído que puedo.

En Iruya, el alojamiento tiene características similares. Salvo, por el hecho, de que es una casa de familia. Por el mismo precio nos dan un cuarto para los dos. A los ojos ajenos, somos una pareja.

Llevamos un ritmo similar. Despacito. Me pide que practiquemos su español y lo hago encantado. Me da pie a iniciar mi interrogatorio. Sí, en cierta medida, está aquí porque se ha sentido en crisis. No le gustaba su trabajo, aunque, por suerte, su gente le ha apoyado. Ahora no piensa mucho en ello. Sí, es buena haciendo eso. Le cuento mis planes y le renuevo mi voluntad de seguir juntos. No, en este momento le llama la playa. El Pacífico. Nos cruzamos con dos niños, hermanos, Gastón y Érika. Se empeñan en que los convirtamos en modelos fotográficos. En el parque infantil, subidos en todas las atracciones. Su cámara es mejor que la mía. Apunta en mi dirección, ya que los niños están conmigo. Luego, hago yo lo mismo con ella. Una más, una más. Alegría. Nos reímos. Son como nuestros hijos.

Esa misma noche, en una cena conjunta con otras personas conocidas allí, alguien le ofrece irse a Chile. En una furgoneta Renault Kangoo, ocupada por un argentino y una española. No tiene asientos en la parte posterior y son muchos los kilómetros por delante. Ya de vuelta en el dormitorio, no consigue decidirse. Me gustaría que siguiera conmigo, pues me agrada su compañía. No obstante, le doy mi opinión, los pros y los contras, sin interferir.
A la mañana siguiente, cuando tiene de plazo hasta las 11 para contactar con sus porteadores, cuenta su dilema a varios de los huéspedes. Todos se marchan. Una americana de Kansas City le pide que si no va ella, le deje su puesto. Hablan por hablar, porque ni siquiera tengo claro que los dueños del vehículo quieran compañía. Desaparecen. No puedo decirle que le echaré de menos.
Si alguien conoce el paradero del vehículo citado, comuníquelo a este servidor.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Gorra



Yo tenía una gorra, que había comprado en Segovia, cuando fui a la boda de Sandra y Nicolas. Magaly y Pablo decían que me daba aspecto de carlista. En este mes que llevo en ruta, saqué algunas fotos en las que aparecía mi sombra, rematada por esta gorra. La perdí en un colectivo de Montevideo. En Iguazú me encontré otra, sujeta a una valla de las que impiden que te caigas a las cataratas. Imaginemos que alguien la puso ahí para mí. Ahora, cuando reparo en que estoy en la mitad de mi viaje, pienso que esta silueta es la mía, porque la lleva. 30 días en movimiento.

Cosmopolitismo

No se puede ser más contradictorio. Ceno con Montse una noche, a quien percibo cercana en nuestras inquietudes, mientras que, a la jornada siguiente, me imbuyo del ambiente cosmopolita del hostel. Como casi siempre, dominado por el Tipo 1, con quien no encuentro tantos intereses en común. La cena va incluida en el precio de la cama y hoy toca asado. Decido ir. Me junto con una suiza que había conocido en otra parrillada días atrás en Mendoza, y con un inglés, compañero de excursión en la misma ciudad. Nos acompaña un nutrido grupo de internacionales. Hablando sobre todo la lengua de Shakespeare. A continuación de la comida, un espectáculo de folclore. Me sacan a danzar una chacarera. Mi vecina de mesa australiana se ríe.
Continuamos la fiesta en un boliche (o discoteca). Se suman César, Marina y otros integrantes de la plantilla del hostel. Me divierto bailando y viéndoles bailar. Conecto. Nos acostamos muy tarde, luego me levanto igualmente tarde. Aún no me iré de Salta. El almuerzo lo hago con César, después de haber ido a comprar al mercado. Cocinamos juntos. Me satisface sumarme a una rutina local. Ver los alimentos, los precios y las compradoras. Para mi recorrido no es un día perdido si tengo la ilusión de pertenecer a ese lugar que visito. Además, en el próximo destino quizá tenga alguien con quien compartir.

Qhapaq Ñan







Mis descripciones me retratan más de lo que suponía. Busco claves para entender lo que pasa a mi alrededor. Ya que estoy fuera de contexto, empleo la parte racional de mi percepción como instrumento al que agarrarme en una situación de inseguridad. O sea, cada vez que llego a un sitio nuevo. Pero lo que llama mi atención, en lo que me fijo, no obedece a esa lógica. Después de 21 horas en ómnibus, Salta, capital de provincia en el noroeste argentino, de 500.000 habitantes, me parece una ciudad ocupada por perros dormidos. Uno en cada esquina.
Decidí no permanecer en Mendoza y no pararme en la provincia de San Juan, donde hay desiertos que evocan la luna. Hubiera necesitado estar más días de los que pretendía y, además, contratar una o varias excursiones, puesto que sin coche es complicado moverse en un territorio bastante extenso. También, porque había conocido a Goyo, madrileño y viajero por un mes. Pensé que si aceleraba mi marcha al siguiente destino, donde él ya estaría, tendría alquien con quien compartir. Le llevaba 20 pesos que le habían dejado a deber en el hostel mendocino. Ocurrió que, como la vez anterior, compartimos habitación, pero nuestros diferentes ritmos le hicieron continuar con urgencia. Tampoco es que nos hubiéramos hecho amigos.
Me llevan a los Valles Calchaquíes y reparo en los nombres que los antiguos pusieron a estos parajes. Calchaquí: lugar donde se sepultan las penas. Saghta (la actual Salta): valle fértil. Cafayate: cajón de agua. Variaciones bruscas de paisaje en la misma ruta. Trato de imaginar cómo sería entrar en un territorio desconocido y bautizarlo. El peso de las expectativas o de las fatigas sufridas hasta ese momento. Nómadas que buscan asentarse.
En el Backpackers City de Salta conozco a Montse, catalana y artista, que ha acudido a Argentina a tomar distancia de Barcelona. Es la primera vez que está en un hostel y me parece que no responde al tipo de habituales en estos alojamientos. Vamos a cenar fuera del ambiente internacional que nos rodea. Probamos la carne de llama (cocinada en vino), que a los dos nos parece como la ternera con un ligero toque de cordero. Bebemos vino blanco de la variedad Torrontés, producido en Cafayate.
Me ayudo de la guía para centrarme. Acudo al elogiado Museo de Arqueología de Alta Montaña. Momias rescatadas y exhibidas con disculpa. La presencia de la cordillera andina y del imperio Inca. Una civilización que tejió una red de caminos conocidos como Qhapaq Ñan, desde el sur de Colombia hasta Mendoza. 25.000 kilómetros registrados, que pudieron ser 40.000 cuando llegaron los españoles. Lugares sagrados a los que peregrinaban. Cimas y volcanes reverenciados. Los más altos. Los más alejados. Niños que se entregan en vida para llevarse bien con los dioses. Me pregunto si todo viaje debe tener su sacrificio.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Itinerario



Es importante para mí dejar constancia de todos los lugares por los que paso. En el presente, para que quienes siguen este blog reconstruyan mi imprevista ruta. Me hace sentir que mi experiencia es compartida. En el futuro, para ayudarme a recordar. Por esta razón intento contar siempre algo de cada sitio, independientemente de cuál haya sido mi peripecia. Quizá tampoco sea el momento de valorar. La conclusión, al final del camino.
Nada más llegar a Mendoza desde Córdoba, el conductor del ómnibus (o mejor, uno de ellos), reconoce mi tonada. "¿De dónde sos, gallego?". Vivió en Málaga, trabajando como camionero de largos recorridos. Está a punto de retirarse, espera cobrar parte de su paga española y puede que se asiente de nuevo en Andalucía. Con las enormes distancias que hay en Argentina, los chóferes están muy bien pagados. Unas estudiantes de Medicina madrileñas, en intercambio en Córdoba, a las que me encontré en Iguazú, decían que éstos ganaban más que muchos médicos.
Este hostel de Mendoza debe ser lujoso, porque incluye en su precio el traslado en taxi desde la terminal. Son las 7:30 y debo esperar a que abran su oficina. Mientras hago tiempo se me acerca un individuo. Chileno, acaba de venir de Santiago. No en vano, es éste un punto fronterizo clave, a través de los Andes. Me pregunta dónde se puede cambiar dinero. Desconfío. Soy el único a la puerta de la agencia vinculada al hostel, su encargado me invita a entrar. Me explica que en Mendoza se pueden hacer dos cosas: montaña y vino. Honestamente, sólo conocía la segunda. Será un poco de todo, ¿no?
Va a ser complicado cumplir el programa de vino y montaña por mí mismo. Los transportes públicos no hacen las paradas requeridas. Tengo que contratar excursiones. No me gusta. Pienso que pueden condicionar mi experiencia; además de que me aleja del contacto con la gente local. Pero lo voy a hacer.
Mi ropa está sucia. La llevo a una lavandería, donde charlo con una mendocina. Mi impresión de su ciudad, basada en la arquitectura de la terminal y de otros edificios divisados por la autopista, es que aquí hay "plata". Para hacer tiempo, paseo. Un parque casi tan grande como el resto del casco urbano. Aquí hay dinero. Luego descubriré que este territorio está muy expuesto a movimientos sísmicos y sus construcciones son, por este motivo, modernas.
Contrato dos "tours". Los que llaman Alta montaña y Bodegas. Presumo que no voy a quedar satisfecho. Podía haberme quedado con la oferta de "rafting" o "rappel", tan exitosa entre mis compañeros de alojamiento. Sin embargo, no me seduce la idea de dejar de lado la Historia. Sólo geografía para estimular la euforia física. En la base de los casi 7.000 metros del cerro Aconcagua, fotos a un paisaje inédito para mí y sensación de frío. Al día siguiente, unas degustaciones hechas para vender botellas. Busco el lado positivo. Las huellas de la Historia y de sus personajes. San Martín, el héroe de la Independencia argentina, formando su ejército en este nudo limítrofe. El sabor del Malbec, aprovechando la labor de los indígenas huarpes. Su esfuerzo en canalizar el agua de las cumbres nevadas hasta los valles secos.
Barbacoa organizada. Asado. Aceptan darme la entraña a mí. Total, los otros comensales no saben mucho del tema. Más interesados en el tequila gratis. Música. Fiesta. Algunos y algunas argentinas de vacaciones. Bailo. Bebo. Pero me divierte más conversar con los trabajadores del hostel. Al final, pena de dejarles. La afectividad es así.